El Año sin Primavera – Relatos III

Tercer y penúltimo artículo del I Certamen de Relatos «El Año sin Primavera». Ya se va acercando el final, pero aún quedan auténticas joyas por leer y no me refiero sólo a los relatos finalistas, ni a los relatos de los sacos, ya veréis como en el artículo de hoy encontráis alguno que os toque la fibra.

Ahora a disfrutarlo, y recordad que si os gusta algún relato en especial, si dejáis un comentario el autor lo agradecerá enormemente.

 

 

 

EL ECO MÁS PROFUNDO por Ander Pérez

Lo último que vio la oceanógrafa Lena Vaughan antes de introducirse en la cápsula de inmersión, fueron los relámpagos purpúreos sobre sobre el puerto de Innsmouth.

–Es normal que esté nerviosa, señorita –dijo uno de los hombres del barco con tono condescendiente–, pero le aseguro que aunque estemos mar adentro, las aguas seguirán en calma hasta bien entrada la madrugada.

Una vez dentro, Lena ayudó a entrar en la cabina a su compañero, Jacob Lambert.

–Ignóralo, Lena –aconsejó él con una sonrisa cómplice–. No quiero que hagas llorar a esos rudos marineros.

Lena soltó una carcajada mientras se ajustaba la cremallera del mono de trabajo. Acarició la insignia de la Universidad Miskatonic, bordada en el pecho.

–¿Sabes en qué pensaba? –preguntó mientras observaba cómo cerraban la escotilla sobre ellos– En que podríamos haber sido buenos amantes…

–Si te gustaran los hombres –apostilló Jacob con sorna mientras confirmaba que todo estaba listo para descender. Lena le guiñó el ojo y recogió su melena rizada, salpicada de alguna que otra cana, en un improvisado moño.

La cápsula había resultado todo un desafío para sus creadores. Espacio para dos personas, comunicación directa con el exterior gracias a un sistema de telefonía y un anclaje en la parte inferior que, al menos en teoría, debía conectarlos con la escotilla del submarino Bremen, que los esperaba a más de 40 metros de profundidad.
–¿Qué encontraremos allí abajo? –se preguntó Lena en voz alta. Jacob se encogió de hombros y resopló. A Lena le resultó cómico el gesto de su rostro enjuto.

La operación de acoplamiento rozó el fracaso, pero los astros parecieron alinearse para que la escotilla del Bremen fuera abierta desde la cápsula de inmersión; Lena y Jacob se colocaron las máscaras conectadas a unos pequeños depósitos de oxígeno y tras encender sus linternas, descendieron al interior del submarino.

–¿Hueles eso? Se cuela por la máscara –se quejó Jacob sacudiendo sus manos al aire. Olía a grasa y bencina; humedad y herrumbre–. ¿Serán gases? Maldita sea, no me gustaría morir envenenado.

Se encontraban en la sala de control. Giraron sobre sí mismos e iluminaron el lugar. El espacio era claustrofóbico y, casi sin darse cuenta, comenzaron a caminar agachados.

–Tanto secretismo por parte de la Universidad, me enerva –susurró Lena mientras avanzaba hacia los dormitorios del submarino–. El profesor Woodbury no nos contó todo sobre esta expedición…

–Un submarino desaparecido en 1916 que aparece once años después en perfecto estado a varias millas de su destino –repasó Jacob en voz alta mientras iluminaba el pasillo curvo. Los volantes de cierre dispuestos con tanta precisión para que encajaran en las estrechas paredes de la nave, le recordaron a las ventosas de un tentáculo–. Si te preguntabas qué íbamos a encontrar, apostaría a que unos cuantos esqueletos.

Unos pocos metros después, llegaron a la estancia dormitorio. Literas colocadas como si fueran baldas de una estantería. No había nadie allí. Ningún cadáver. Solo las pertenencias desperdigadas de los tripulantes desaparecidos.

El silencio se rompió con un crujido metálico. Lena se giró hacia Jacob y dejó de respirar durante un instante.

–El casco… la presión… –sugirió él mientras ladeaba la cabeza.

Lena continuó a paso lento hacia la zona de carga. Era allí donde debía encontrarse lo que el profesor Woodbury esperaba. «El Bremen transportaba un artefacto oculto entre su mercancía» fue lo único que les dijo antes de enrolarse en aquella aventura.

Jacob se agachó y comenzó a rebuscar entre cajas de madera y embalajes. De pronto Lena, sintió una punzada en los oídos. Un zumbido penetró su cabeza y no pudo evitar lanzar un pequeño grito. Giró sobre sus pies y a sus espaldas, entre varios paquetes envueltos en tela raída, vio un resplandor verdoso.

–¿Qué ocurre, Lena? –preguntó Jacob preocupado. Se acercó a ella y vio la misma incandescencia. Era un pulso de luz que seguía un ritmo constante. No parecía tratarse de una bombilla o parte de la maquinaria del submarino.

Lena dejó su linterna en el suelo y apartó los bultos de alrededor para revelar el objeto que emitía aquel brillo.

Era un artefacto piramidal, con bordes metálicos y facetas de un mineral tosco y translúcido, que filtraba la luz verde esmeralda de su interior. En cada esquina, había inscritas palabras en un idioma que ella no reconocía. Al cogerlo entre sus manos, notó que el objeto no pesaba apenas y estaba frío, demasiado frío. Lena se estremeció y el zumbido volvió a aparecer. En pocos segundos se sintió enferma. ¿Algún tipo de radiación, quizá?

–Esto no ha podido ser creado por ningún humano, Jacob –sentenció Lena con voz temblorosa.

Pero él no estaba allí. Lena comenzó a respirar con dificultad. Una voz ronca, como si alguien intentara hablar y no pudiera, llegó desde la sala de máquinas.

–¿Jacob? ¿Dónde estás? –preguntó Lena sin recibir respuesta. Corrió hacia la sala de máquinas; la pirámide iluminaba todo con su pulsación verdosa. Cuando ya no tenía adónde correr, Lena se detuvo. Allí no había nadie.

El fulgor dejaba ver la sala. Las bielas, chorreaban aceite. Los tubos, manivelas y depósitos de combustible, aparecían y desaparecían al compás marcado por la pirámide, entre las temblorosas manos de Lena.

–¿Ja-jacob…? –balbuceó Lena, paralizada por el miedo. El resplandor iluminó el fondo de la sala; solo tuberías y engranajes. Volvió la oscuridad y con ella, aquella voz áspera. De nuevo, la luz reveló las piezas de la sala de maquinas, pero en esa ocasión, había algo más; una sombra alargada, escondida entre las tuberías; pegada a la pared. Lena dio un salto hacia atrás y la pirámide se apagó. La voz pareció regurgitar algo. Lena extendió sus manos y esperó a que el pulso de luz regresara. La llama esmeralda dejó ver las mismas estructuras metálicas, embudos, bielas… y aquella sombra a la derecha, mucho más cerca.

–¡Por favor, Jacob! –gritó Lena a punto de perder la cordura. En cuclillas, alzó la pirámide y extendió sus brazos todo lo que pudo. La negrura envolvió su cuerpo y sintió un aliento hediondo en su cara. Cayó sobre su espalda pero aferró el artefacto como si le fuera la vida en ello. Entonces, todo se tiñó de verde y la sombra cobró forma ante ella. Un ser de aspecto antropomorfo, de piel brillante, escamosa y cabeza de pez. ¿Qué llevaba entre sus garras membranosas? ¿Acaso era una cabeza humana?

Horrorizada, Lena dio la espalda a la criatura marina y corrió hacia la sala de control. Debía volver a la cápsula; podía hacerlo, podía escapar de aquel horror. El pulso luminoso dirigía su camino; se encendió al cruzar la zona de carga; se apagó al salir de ella. Se encendió al llegar a los dormitorios; se apagó cuando faltaba poco para llegar a la salida.

Fue en la sala de control, bajo la escotilla, cuando retornó el destello y vio a aquellos seres anfibios, que parecían esperarla. Pronunciaron algo ininteligible para Lena y con violencia, arrancaron de sus manos el artefacto. El zumbido volvió y la pirámide se apagó por última vez.

Lena gritó todo lo que el oxígeno le permitió y, en ese preciso instante, fue consciente de que era imposible que su voz llegara jamás a la superficie.

 

 

 


EL ESTUDIO DEL CUERPO por Arantza García Vicente

A pesar de que John empujó la pesada puerta de metal con cuidado para no llamar la atención, no pudo evitar que chirriara de manera desagradable y estrepitosa. Apoyó su cara en ella para escudriñar por la rendija que había dejado abierta y la fría chapa sin adornos le devolvió un beso frío y húmedo.

– Llegan tarde –se dijo nervioso–. Habrá ocurrido algo?

Siempre era el mismo ritual: A media noche, en el almacén del callejón cercano a la calle Peabody , donde una única lámpara de arco se esforzaba por llegar con su luz a todos los rincones y apenas alcanzaba a alumbrar la mitad de ellos, creando cuando parpadeaba, sombras informes que arredrarían a muchos valientes de esta ciudad. Era el sitio perfecto.

Los tipos a los que esperaba no eran de los que uno recibe en su casa para cenar y sin embargo, fue allí donde los conoció. Bowles Finnigan se presentó una tarde en su consulta con su hermano Jack y una fea herida en el costado derecho que sangraba en abundancia. La oxidada placa a la puerta de su hogar que rezaba: John Mackennan – Doctor, le señalaba como uno de los pocos médicos de la ciudad de Arkham capaz de salvarlo de una grave infección, e incluso de la muerte sin hacer demasiadas preguntas.

Un ruido de motor lo devolvió al presente. Acercándose a ritmo cansino y con los faros apagados, se adivinaba una camioneta de color indeterminado, que por sus formas, parecía una Chevy un tanto destartalada. Según se aproximaba, la tenue luz del callejón permitía vislumbrar en su frontal lo que parecía un símbolo: un trébol de cuatro hojas. Eran ellos.

John salió por fin al exterior a recibirles, mientras Bowles bajaba del vehículo y Jack quedaba vigilando al volante con el motor a ralentí.

– ¿Ha traído el dinero? –susurró Bowles.

– Claro, como siempre –respondió el médico mientras palmeaba suavemente un par de veces el bolsillo de su abrigo gris– . ¿Qué tienes para mí?

Con paso rápido pero cauto, Bowles dirigió a John hacia la parte trasera de la camioneta cuya zona de carga estaba cubierta con una amplia lona de color ocre. Las marcadas aristas que se formaban en su superficie, revelaban casi sin ninguna duda una gran cantidad de cajas, que a buen seguro, procederían de alguna destilería clandestina cercana. Pero eso a John le traía sin cuidado. Lo que esperaba fue lo que vio a continuación: una ajada alfombra roja enrollada en un lateral de la cama del vehículo del que sobresalía una mano. Sus ojos brillaron de un modo tan avieso que incluso Bowles, tan indigno como era, se estremeció un poco.

– Sin preguntas –dijo John–. Ayúdame a entrarlo.

Ambos cargaron el pesado bulto introduciéndolo, a través de la puerta del almacén, en una primera estancia sin ventanas, pequeña y vacía, con muros desnudos de hormigón, que no era más que la antesala a la siguiente, una habitación algo mayor, con paredes y suelos alicatados en blanco sucio y una camilla metálica de patas plegables en el centro.

Las gotas de sangre que resbalaban por los dedos del cadáver y que la alfombra no lograba absorber, brillaban al caer en contraste con el suelo blanquecino y marcaban el camino hasta llegar a la improvisada mesa de operaciones.

–¿Una muerte reciente eh? Hará menos de 6 horas que este infeliz ha pasado a mejor vida –dijo John dirigiéndose al contrabandista–. La sangre aun no ha llegado a coagularse.

–Tuvo la mala suerte de meter las narices en asuntos privados –, masculló Bowles con desdén. –Bueno, ¿lo quiere o qué? Tengo que hacer otra entrega y ya voy con retraso.

–Por supuesto, amigo mío –Indicó John.

El médico pagó lo estipulado y Bowles visiblemente satisfecho, salió de la sala despidiéndose con un ademán despreocupado.

Una vez solo, John, se deshizo de su abrigo y en su lugar se vistió con una de sus batas blancas preparándose para la labor que le esperaba a continuación. Mientras avanzaba hacia el cadáver, respiró hondo y se permitió recordar cómo había llegado hasta aquí. Los titulares del Arkham Advertiser ya lo contaron hace un año: “Joven Doctorado con honores en la Escuela de Medicina de Miskatonic, expulsado del Colegio Médico por prácticas ilegales” Nunca entendieron mi ansia de conocimiento –se dijo para sí –, el dolor que me produce el no saber es real. Sé que necesito ayuda, pero ahora estoy aquí… –siseo entre dientes con una media sonrisa.

Destapó con un cuidado casi reverencial, el cadáver que tenía ante sí. Estaba desnudo ya. Acercó la mesa auxiliar de ruedas, donde tenía, además de su cuaderno de anotaciones, todo un arsenal de afilados instrumentos y comenzó a escribir con letra pulcra lo que observaba. Era un varón, entrado en la cuarentena y de complexión robusta. Los ojos de John corretearon inquietos por el cuerpo de en busca del origen de la sangre que manaba hace un rato pero no logró hallarla. Lo volteó para observar cuello, espalda y glúteos pero fue en vano. Ni rastro de herida alguna.

–¿De dónde procedía toda esa sangre? – Se preguntó inquieto–. Su olor dulzón aún me está mareando.

John retornó al hombre a su posición original, cuando de pronto, un brutal y violento espasmo encogió todo aquel enorme cuerpo sin vida. Primero hacia adelante, como si hubiera recibido un rudo directo en el estomago, y nuevamente hacia atrás, arqueando la espalda de un modo antinatural, casi imposible. El aire que se liberaba de entre sus vértebras, crujía y rompía el silencio como una grotesca carraca de feria. Sus extremidades vibrantes y desgobernadas, no eran más que meras comparsas del tronco y terminaron cayendo a plomo sobre la mesa junto con el resto del cuerpo. Luego cesó.

–¿Pero qué? ¿Cómo es posible? ¡Por todos los Santos! – balbució John, completamente pálido y con la nuca envuelta en sudor.

De nuevo, le pareció percibir un ligero movimiento. De los labios lívidos del cuerpo tendido ante sí, nacía la punta de algo violáceo y húmedo, envuelto en un leve gorjeo acuoso. John gritó enloquecido. No daba crédito a lo que veían sus ojos. Esa pequeña masa de “algo” estaba luchando por salir de las entrañas de aquel hombre a través de su boca ya reseca. Y ese algo indescriptible , era cada vez más largo y gelatinoso, más oscuro y dantesco. La mandíbula se rompió en mil pedazos cuando una gran lengua con forma tentacular apareció y comenzó a danzar ante él con lascivia.

Su corazón latía desenfrenadamente mientras sus manos temblorosas asían uno de los bisturís de la bandeja de modo inconsciente, colocándolo entre él y aquella monstruosidad, como si este fuera la última línea de defensa ante aquel espectáculo.

La reacción no se hizo esperar, y como el ataque de un áspid, el tentáculo retrocedió únicamente para tomar impulso de nuevo y salir disparado hacia John, hacía su boca, hacia sus ojos…

Entonces ocurrió: ¡El conocimiento era suyo! ¡Todo!

Segundos después, el bisturí cayó al suelo y ya no hubo nada más que negrura.

 

 

 


H2O por Enrique García Sánchez

Para un ser humano lo más terrorífico sería un espacio infinito sin puertas ni salidas. Un lugar del que por más que camines, corras y huyas jamás puedas escapar. El hombre teme a la inmensidad y es una parte tan insignificante del todo que carece de importancia su propia existencia.

Les contaré mi situación. No sé cómo he llegado aquí ni quien me ha traído. No sé donde estoy. Me encuentro en medio del mar, o del océano, andando sobre las aguas como si fuera el mesías, sólo que mi final aún parece más aterrador que el suyo. Si pudiera definir mi situación y ubicación actual diría que es incomprensible, imposible y otros calificativos que descartan la cruda realidad que estoy viviendo.

Camino sobre una plataforma metálica bastante estrecha, tanto que un balanceo puede hacer que me caiga fuera de ella. Debe tener un metro de ancho a lo sumo y carece de barandillas. Según mis conocimientos sobre arquitectura y lógica elemental para que algo se sustente a cierta altura debe tener al menos dos apoyos, o un único en el centro de gravedad quedando repartido el peso a cada lado del apoyo. Esta plataforma no tiene ninguno. Sé ésto porque estoy en medio del mar y mire a donde mire no veo más que agua. La plataforma, una especie de puente estrecho sin elementos verticales, queda ligeramente por debajo de la superficie del agua, de forma que ésta me llega hasta los tobillos. Cuando desperté en este sitio, estaba tumbado sobre ella y su sabor salado y frío me hizo cobrar el conocimiento. Agua, agua, agua. Una cruel tortura difícilmente imaginable.

Bajo mis pies puedo ver, o más bien intuir, las profundidades abisales del océano donde bestias y criaturas marinas aguardan en la oscuridad. El panorama es desolador y en un par de ocasiones he visto debajo de mi cuerpo una sombra inmensa que se desplaza entre las aguas. Tal vez haya tiburones en la zona. Tiburones que jamás hayan visto un humano y estén deseosos de conocer su sabor. Intento ver en el horizonte una isla, un puerto, quizá un barco. Necesito algo de esperanza. Pero la verdad es que estoy francamente impotente en esta situación. Siento un continuo pánico por lo que acecha en las aguas y no puedo guarecerme en ningún sitio. Lo único que puedo hacer es caminar y caminar en una de las dos direcciones que me marca mi extraordinaria prisión.

No soy lo que se dice un buen chico; debo dinero a gente y tengo varias traiciones a mis espaldas, pero no puedo imaginar que alguien haya montado todo esto con el único propósito de joderme. Sería mucho más fácil pegarme un tiro en la nuca y lanzarme a una fosa común. Dicen que morir ahogado es una de las peores maneras de salir de este mundo. Aún peor, la mayoría de náufragos mueren de sed al consumir agua de mar. El mecanismo de un ser humano es simple, tanto que es imposible poder frenar sus instintos. Si estás en un bote a la deriva y llevas dos días sin beber, inevitablemente probarás agua de mar, agua con un alto contenido en sal que te hará tener aún más sed. Es como el principio del fin. Tengo que tener los pensamientos claros y la mente fría. Empiezo a notar la espalda quemada y dolorida por el Sol. Y luego vendrá la noche.

Recuerdo cuando aún, siendo pequeño, mi padre y yo nos alejábamos de la orilla a profundidades que yo creía interminables y bajo de mí no vislumbraba más que el color verde parduzco de la posidonia oceánica. Siempre se me aceleraba el corazón pensando que una enorme boca repleta de dientes saldría de ella para devorarnos sin que nadie supiera nada jamás. Eso hacía que aleteara a más velocidad.

De nuevo una colosal sombra se mueve en las profundidades.

Imagino cientos de metros de pesada agua bajo mis pies, donde una criatura de dimensiones desproporcionadas se alimenta de ballenas y tiburones de tamaño medio. Un fabuloso kraken cuyos tentáculos tienen el tamaño de una embarcación de pesca. Tal vez el kraken que aparecía en aquella película, Furia de titanes, en la que los dioses del Olimpo decidían soltar de su prisión a la enorme bestia que emergía de las aguas para convertirse después en piedra al contemplar la cabeza de Medusa.

Sigo caminando y sigo sin ver tierra. Se respira tanta quietud que se hace patente que algo malo va a ocurrir. El Sol es abrasador y por su situación diría que son las dos o las tres de la tarde. Noto mis hombros irritados y escocidos por el continuo castigo de los rayos ultravioleta. Podría meterme un rato en el agua para refrescarme, claro que esa cosa, si es que la hay, podría también devorarme sin que me diera tiempo a decir la palabra mierda. Lo mejor es seguir caminando, caminando en la dirección marcada por mi cruel destino.

Suponiendo que estuviera a unos cincuenta kilómetros de la costa y caminando a una velocidad media de tres kilómetros a la hora, que puede ser menos debido a la resistencia continua que ofrece el agua a mis pies, tardaría casi veinte horas en llegar a tierra. Eso es prácticamente un día y sólo si estuviera a cincuenta kilómetros (y sin descansar). Estos datos estadísticos concluyen en un único resultado. Moriré aquí.

Estoy sentado, con el agua mojando mi trasero y preguntándome qué demonios hago aquí. ¿Y si estoy muerto? Puede que este sea mi infierno particular. Un inmenso mar cuyas aguas ocultan terribles peligros que un hombre es incapaz de imaginar. De nuevo el pesimismo me acoge en su seno y vuelca sobre el mar cualquier esperanza de supervivencia. No quiero morir aquí. No será hoy. Me incorporo estoicamente y miro al horizonte desafiante, grito con todas mis fuerzas el nombre de Dios y comienzo a correr hacia lo desconocido. La plataforma aguanta bien mis zancadas y el Sol quema tanto mi espalda que empiezo a notar la piel cuarteada y tirante. Corro y corro con una sonrisa fingida en mi rostro, con la expresión propia del que se lo pone fácil a la muerte. Finalmente caigo agotado sobre el sustento de mis pies y me golpeo la cabeza con el metal. Que acabe ya esto. Que acabe todo.

De nuevo despierto, una y otra vez en la misma pesadilla. Intento llorar pero perdería líquido que necesito para seguir vivo. Y entonces vuelve a moverse la inconcebible criatura en las profundidades. La imagino huyendo hacia la superficie donde resultaré ser una presa fácil. Alzo la vista al horizonte y veo esa estrella gigante de color naranja tan bella y magnífica que se me olvida que ha quemado mi cuerpo casi por completo.

La noche está llegando y con ella se apaga la esperanza. Cansado ya de imaginar un mañana, dejo caer mi fatigado y abrasado cuerpo al vasto océano, entregándome por completo a la furiosa bestia que se alza ante mí. La adoro como el vestigio de un Dios que trae mi salvación y sólo deseo que el dolor acabe pronto para poder seguir siendo un insignificante ser olvidado.

 

 

 


NO TE QUEDES JUGANDO A SOLAS por Ramón Reig Pons

Hacía rato que el reloj del comedor había cantado la medianoche. Pero Joel no lo había oído. No tan solo porque tenía cerrada la puerta de la pequeña habitación donde se encontraba, sinó porque los cascos le impedían oír casi nada de lo que sucedía a su alrededor. Con una mano sobre el teclado, y la otra manejando el ratón, el joven estaba absolutamente absorto en lo que sucedía en la pantalla del ordenador. En ella se veía un guerrero medieval, armado con espada, moviéndose por un nocturno campo abierto, a la luz de la luna.

Hacía ya un buen rato que sus compañeros de aventura se habían ido despidiendo, uno por uno, yéndose a dormir, pero Joel no quería cerrar todavía la partida. Se encontraba en una zona del juego que conocía muy bien, y estaba convencido de que podría obtener unas buenas ganancias con facilidad, sin tener que arriesgarse demasiado. Decidido, salvó la partida, y movió su personaje internándose en el oscuro cementerio.

La visibilidad del juego cambió; ahora únicamente se iluminaba un círculo alrededor del personaje, mientras que el espacio más allá quedaba a oscuras. La música se hizo más tétrica y grave. Conforme iba avanzando, le salían al paso los esperados enemigos no-muertos esqueléticos, de mayor o menor grado, que no suponían ninguna dificultad para Joel. Las ganancias iban sumándose en su cuenta y, viendo que subía de niveles con facilidad, siguió jugando sin reparos. Perdió la noción del tiempo.

Vuelta a la derecha, camino hacia la izquierda, de unas tumbas salen dos esqueletos, destruidos, avanza unos metros hasta la acequia, tres esqueletos al paso, un poco de lucha, derrotados, corre hacia la izquierda por la ribera, gira a la derecha cuando llegues a los riscos de la montaña, sigue bordeándolos hasta…

Un momento. ¿Qué era eso, a la izquierda, en la pared de piedra?

Joel conocía bien el mapa del cementerio, y sabía que en esta pared de montaña no había ningún pasadizo. De todas formas giró el personaje y volvió sobre sus pasos. Llegó a la ribera de la acequia sin ver nada anómalo. Pérdida de tiempo. Dio media vuelta dirigiéndose hacia donde había llegado, caminando poco a poco, observando las piedras atentamente. De repente, se paró. Detrás de una fisura en la piedra, había una estrechura más oscura que su alrededor. Se acercó para tocarla, y vio cómo su mano desaparecía entre la roca.

El corazón de Joel dio un salto. Había descubierto un paso no documentado en ningún mapa del juego. Tanto si era un error del programa, como un pasadizo hacia otra zona, este descubrimiento le haría famoso en todas las páginas de la temática. Con la sangre corriéndole con fuerza por las venas, se adentró en la oscuridad del pasadizo…

Estrechez. Angustia. Con la visibilidad casi nula, avanzaba palpando las paredes. Apenas podía caminar sin moverse, ni a izquierda ni a derecha, y con el techo tocando su cabeza. Pasados unos minutos, finalmente salió a un espacio abierto.

La luz no era la habitual. Podía definirse como la de una noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo negro, pero que permitía ver los objetos próximos e intuir los distantes. Los colores casi habían desaparecido, y únicamente se percibían oscuros, morados y ocres. La música había callado, o eso parecía porque a ratos se podía percibir como unos tonos graves, per debajo de lo audible. El paisaje… Bien, definirlo como paisaje era imaginativo: formas extrañas, en un suelo irregular, destacaban a intervalos, mientras en la lejanía se divisaban grandes mases, como montañas desequilibradas. En una atmósfera densa, hasta los olores cambiaron a otros indefinibles.

Joel avanzó lentamente. Un paso detrás de otro. La emoción del principio dejó paso a una sensación incómoda, expectante. De repente, se encontró con un animal. O lo que parecía un animal. De altura y volumen como un jabalí, cubierto de pelo recio o púas de erizo, sin una cabeza visible, soportado per un número indeterminado de patas, cuatro o seis, estaba a una cierta distancia, como observando. El guerrero reaccionó como lo hacía habitualmente, i se abalanzó sin ningún miramiento, clavándole la espada repetidas veces, hasta que el animal lanzó un grito indescriptible y cayó destrozado al suelo.

Envalentonado , avanzó más deprisa por el paraje desconocido. Le salieron al paso un par de animales más como el anterior, que no resistieron mucho rato las acometidas del guerrero, y murieron en medio de gemidos y gritos guturales. Sin mirar atrás, siguió avanzando. Sobre un altozano vio otro animal, que huyó cuesta abajo antes de que llegara. Des del cerro no se divisaba ningún otro ser vivo, si bien unos extraños ruidos como aullidos o gritos apagados resonaban en la lejanía. Se dio cuenta de la inmensidad del escenario y, por primera vez desde que entró en este sitio, se sintió observado. Incómodo, entró en pánico. Dio media vuelta, y empezó a bajar la vertiente per donde había subido. Primero poco a poco, i después caminando deprisa, volviendo por el camino recorrido.

Un ruido, unos metros por delante y a la derecha de donde estaba, lo paró en seco. El rumor no se repetía. Avanzó sin perder de vista el sitio donde le parecía que había oído el ruido. Hacia la izquierda detectó un movimiento por el rabillo del ojo, pero cuando giró la cabeza, no vio nada. El corazón empezó a palpitar con fuerza. Corría sin tener ninguna certeza de que pasara por el mismo sitio que había seguido en la ida. Detrás suyo, en la distancia, unos gruñidos se oían cada vez más cercanos. Sin dejar de correr, miró por encima del hombro y vio las siluetas de unos animales más altos que una persona, que lo estaban persiguiendo sin correr.

Sudando y con el corazón desbocado, encontró la vertiente de la montaña por donde había entrado a este sitio. No encontró la fisura en la pared. Girándose, vio un par, tres, tal vez más, de esos monstruos con grandes bocas abiertas y brazos de largas garras. Sobrecogido, tiró la espada y siguió palpando la pared, apresuradamente, golpeando la piedra con las palmas abiertas, gritando.

De repente, encontró la grieta. Se metió sin pensarlo, ya notando los monstruos encima suyo, con un olor penetrante, nauseabundo, y un fragor salvaje. Corría por el estrecho pasadizo, tropezando constantemente los brazos con las paredes, los pulmones luchando por conseguir más aire, las piernas cada vez más pesadas y doloridas. Inexplicablemente, podía sentir y oler los monstruos detrás suyo, bien cerca.

Al fondo divisó una brecha en la negrura, con la luz de la luna. Un último esfuerzo lo trajo por la grieta abierta al cementerio, y cayó al suelo tropezando, sin aliento. Tan sólo tuvo tiempo de girarse desde el suelo, para ver salir en tromba los monstruos por el pasadizo. Sus bocas estiradas, llenas de dientes puntiagudos, fueron la última visión del guerrero.

Por la mañana encontraron el cuerpo destrozado de Joel, desmembrado y reventado, con la sangre y las vísceras salpicando paredes y muebles, absolutamente irreconocible. No había nada más en todo el piso, que pudiera dar una idea de cómo se había producido su muerte.

 

 

 


EL TRANCE por Ander Pérez

El don de la joven Eliza Blackburn era conocido por muchos en Providence, pero el escepticismo y el miedo más arraigado, habían ahuyentado a los clientes del negocio de la vidente, hasta el punto de que nadie quería pasar por delante de su casa. Al menos hasta que Gerald Holloway irrumpió en la consulta en mitad de una lluviosa noche de invierno.

–Buenas noches, señorita Blackburn –saludó él desde el quicio de la puerta.

–Le esperaba, Holloway. Deje su sombrero y gabardina en el perchero –indicó Eliza con desdén.

El parco Gerald colgó su ropa empapada y se quedó ahí, quieto en la penumbra de la entrada. Eliza lo invitó a sentarse en un pequeño taburete frente a su mesa de trabajo, solo iluminada por una lámpara de estilo Tifanny, mientras ella se acomodaba en un elegante sillón de piel. Era su forma de mostrarse superior a quien tuviera ante ella. 
 Frente a frente, Eliza fijó su mirada de forma furtiva en el rostro de aquel hombre rudo. Una fea cicatriz cruzaba su ojo derecho, desde la ceja hasta el pómulo. Retocó su peinado garçon con disimulo y se aseguró de que el escote de su elegante vestido de encaje lila no mostrara demasiado.

–Necesito contactar con mi hijo –suplicó Holloway mientras intentaba acomodarse en el ridículo asiento–. Mi mujer y yo perdimos a Daniel hace nueve años, en la guerra…

Eliza pasó sus manos sobre el tapiz de terciopelo de la mesa y suspiró. No era la primera vez que alguien la visitaba en busca de expiación.

–Fue soldado de la Fuerza Expedicionaria en la batalla de Argonne –continuó él con semblante impenetrable–. El batallón perdido, lo llamaron. Aquel 2 de octubre de 1918 muchos desaparecieron, o simplemente fueron dados por muertos. Nuestro ejército, por error, dejó caer bombas sobre ellos y toda la zona se convirtió en un gran cráter. No quedó… nada.

Holloway extrajo algo del interior de su chaqueta y lo colocó en el centro de la mesa con un golpe seco. Era una cruz de bronce, con un águila de alas extendidas en el centro y una cinta esculpida en el metal donde se podía leer: «Al valor».

–La Cruz por Servicio Distinguido es lo único que guardo de mi hijo.¿Será suficiente para que lo encuentre? –preguntó nervioso. Estrechó sus manos con las de Eliza y ella las retiró con un gesto de reprobación.

–Si este objeto lo conecta a usted con su hijo, mi trance me llevará a él –aseguró Eliza con altivez–, siga o no vivo.
Holloway la miró con inquietante tranquilidad. Ella cogió con delicadeza la cruz por el galón azul de franjas rojas y blancas del que colgaba y se la acercó al pecho. Cerró los ojos y, pasados unos minutos en el más absoluto silencio, exhaló y dejó caer su cabeza hacia delante.

Cuando Eliza abrió los ojos en el plano astral, su cuerpo seguía en la habitación con los párpados cerrados. Miró en derredor y pudo ver los árboles del bosque de Argonne, como estacas clavadas en una tierra hedionda, cubierta por un manto de niebla, muerte y putrefacción.
Frente a ella, de espaldas, solo quedaba un soldado en pie que caminaba con seguridad hacia un claro en el bosque, mientras sorteaba cuerpos desmembrados e ignoraba el estruendo de la batalla perdida.

–¿Daniel? –preguntó la vidente para llamar la atención de aquel hombre alto y fornido. Pero el soldado continuó su camino y desapareció tras unos zarzales.

Eliza lo siguió y, tras atravesar las zarzas, vio lo que había al otro lado. Un monolito de roca negruzca se alzaba en el centro de un montículo de raíces que contradecían su trayectoria natural y trepaban por la piedra como una retorcida enredadera. El enorme bloque, en su cara frontal, tenía tallada una escritura que resultaba ilegible a primera vista.

–Lo logré –dijo una voz tras Eliza. Esta se volvió y se encontró de bruces con el soldado superviviente–. Conseguí traerte hasta aquí.

Eliza se llevó las manos a la boca y negó con la cabeza de forma instintiva. Aquel hombre tenía una cicatriz que le cruzaba la cara, desde la ceja al pómulo derecho.

–¿Holloway? –consiguió articular Eliza con voz trémula.

–Comandante Holloway –corrigió el soldado, mientras se acercaba a ella con firmeza.

–Nunca hubo un Daniel, ¿verdad? –preguntó ella dando un paso atrás.

Holloway la bordeó y se puso frente al monolito. Cruzó sus brazos por detrás de la espalda y soltó una sonora carcajada.

–Mire esta maravilla que vino del cielo –Se giró de nuevo hacia Eliza con una expresión de regocijo–. La misión cambió en cuanto vimos caer el meteorito; y no me importó perder a mis hombres. Eran débiles, no estaban preparados. Por lo visto, yo tampoco… porque el pliegue en el tiempo me trae aquí una y otra vez y me encuentro siempre con el mismo final: la bomba cae sobre mí y no consigo leer la inscripción.

Holloway hizo un ademán con la cabeza para que Eliza levantara su mirada hacia el cielo.

–¡Santo Dios! –gritó ella horrorizada. Una sombra crecía sobre ellos; la de una bomba militar que caía lentamente, como si les otorgara la última oportunidad de escapar con vida.

–¡Lea La Palabra! ¡Memorícela! –exclamó Holloway fuera de sí–. ¡No tenemos tiempo!

Eliza estaba paralizada. Los ojos le ardían por las lágrimas contenidas y cerró los puños con tal fuerza, que se clavó las uñas en las palmas de las manos. «Lea La Palabra», repitió para sí misma. Y en ese momento, su mente se abrió como un bulbo y pudo entender el jeroglífico de origen cósmico.

La bomba tocó el suelo. La explosión destruyó la imponente roca tallada y un ruido blanco ensordeció todo.

Los párpados del cuerpo físico de Eliza se abrieron y sus ojos vieron la cara desencajada de Gerald Holloway, que la miraba enloquecido por encima de la mesa de su consulta. Ella tardó unos instantes en darse cuenta de que si le faltaba el aire era porque las manos de aquel hombre la estaban estrangulando.

–¡Dígame qué ha visto! –escupió entre dientes. Y ella lo recordó; recordó la inscripción, recordó La Palabra. Y la pronunció.

Toda la habitación pareció bailar al son de un temblor abismal, un rumor que arañaba los cimientos de la casa y se expandía más allá de sus paredes.

Holloway soltó el cuello de Eliza y ella se dejó caer a un lado del sillón, a punto de desfallecer. Él arrastró los pies hasta la ventana de la sala y tras descorrer las cortinas, la abrió de par en par.

Un olor a carne quemada inundó las fosas nasales de Eliza. Los gritos de la gente en la calle sonaban como notas de una melodía enfermiza. Se incorporó con dificultad y se acercó al alféizar.

Lo que vio fuera era de una monstruosidad tan inconcebible que, de forma irracional, se vio abocada a abrazarse con fuerza a Holloway.

–¿Qué he hecho, por favor? Dígame qué he hecho –preguntó Eliza desconsolada.

–Libres, mujer –contestó Holloway sin dejar de sonreír–. Nos has hecho libres.

 

 

 


MADRE HIEDRA por Laura Mars

Eran un grupo de once fanáticos de lo oculto, siguiendo el rastro dejado por unos escritos de hacía más de cien años. Horas de investigación, reuniones e intentos de invocación, todo en vano hasta ese instante. Aurora y Magnus dejaron de lado a sus compañeros al descubrir la trampilla en la iglesia abandonada. Se deslizaron por ella cerrando con sigilo.

—Haz menos ruido, ¿quieres? —le increpó Aurora a su compañero.

—Tus pisadas también suenan.

Los muros de piedra fría hicieron eco de sus palabras. Olía a humedad, moho y algo más. Avanzaron por el oscuro pasillo iluminando por el haz de sus linternas. Cuanto más se adentraban, más vegetación hallaban en las paredes, al principio finas hebras, después gruesas enredaderas.

—Aquí cerca debe haber agua —dijo Magnus pensando en alto.

—¿Tú crees? —contestó ella con ironía.

—¿Por qué tienes que ser así?

—¿Cómo?

—Paso de discutir.

—No, dime. ¿Cómo soy?

Magnus negó con la cabeza, acogiéndose a la estrategia del silencio como su aliada. Nunca se habían llevado bien y la tensión del momento solo empeoraba sus diferencias.

A pocos metros tuvieron que detenerse. La vegetación cerraba el paso, las ramas de un lado se unían con el otro, subían y bajaban creando lianas como si de una selva se tratase. Magnus sacó su machete y empezó a romper la naturaleza que le antecedía ante la atenta mirada de Aurora, que se afanaba en alumbrar bien cada tajada. A pesar de todo, trabajaban bien en equipo.

—No sé si vamos a poder pasar —dijo él—. Está lleno de malditas enredaderas.

—Déjame mirar.

Aurora se adelantó y pegó su linterna a las plantas. Sintió que palpitaban, como si estuviesen calientes y llenas de una vida muy distinta a la vegetal.

—¿Y bien? ¿Ves algo?

El rostro de ella estaba totalmente pálido. Él no se fijó y se perdió una importante seña de alarma.

—A unos cuatro o cinco metros acaban. Hay una puerta. ¡Venga! No te quedes parado y sigue con el machete.

Magnus guardó una respuesta sarcástica en su mente y siguió trabajando, destrozando cada hebra que se ponía frente a sí. Aurora iluminaba y a ratos tiraba de la enredadera para abrir aún más el camino. Un rato después se hallaban frente a una puerta de listones de madera, parecía podrida por la humedad. Magnus tiró de la herrumbrosa aldaba provocando un crujido escalofriante.

Se adentraron en una sala circular. Apenas se podía ver un trozo de piedra libre. Techo, paredes, suelo estaban cubiertos de vegetación, hiedra salvaje que luchaba por cubrirlo todo, reuniéndose en el centro. Una fuente llena de ponzoñosa agua les esperaba.

—¿Lo sientes? —preguntó Aurora con la voz más temblorosa de lo que pretendía.

—Sí. Late como un corazón. Sea lo que sea, está vivo.

—Hagamos el ritual.

Aurora rebuscó en su mochila con premura hasta que dio con un pequeño libro, de tapa oscura y letra sanguinolenta. Se dirigió sin dudar a la página 33 y leyó:

—Madre hiedra. Despierta de tu sueño. Danos tu poder.

—Ia ia —hizo coro Magnus.

—Madre hiedra. Fhalma lw’shuggornah. Hup nafl’fhtagn ymg’ fhtagn. C’ goka ymg’ r’luh.

—Ia ia.

El agua de la fuente borboteó como si estuviese hirviendo. La vegetación incrementó su palpitar hasta que fue completamente audible. Magnus dio un paso hacia atrás, pero Aurora le tomó de la mano y lo puso junto a ella. Gritó:

—Fhalma lw’shuggornah. Hup nafl’fhtagn ymg’ fhtagn. C’ goka ymg’ r’luh!

—Ia ia!

Algo empezó a emerger desde el centro de la fuente. Al principio parecía el tallo de una planta, otra enredadera más. Los investigadores pudieron discernir que giraba en torno a una extremidad, parecida a una mano de diversos dedos que se movían en ángulos imposibles. La humedad les resultaba asfixiante.

—Ia ia! —corearon los dos, fuertemente agarrados de la mano, hasta emblanquecer sus nudillos.

El intento de mano realizó una danza macabra frente a ellos, haciendo que diferentes hiedras de la sala creciesen y fuesen a unirse con ella. Pronto formaban arcos desde distintos sitios. Las hojas y tallos rodearon también los cuerpos de Aurora y Magnus, que no cesaron en su cántico.

De repente la extremidad se quedó quieta y los investigadores supieron que debían detenerse. El silencio tomó la sala, solo interrumpido por el latir global del ser que la habitaba. Los presuntos dedos de la mano empezaron a crecer más y más en dirección de los humanos que se hallaban inmóviles. Aurora fue la primera en entenderlo y estiró su mano. Hizo contacto con el ser.

Una sala sin techo, un cielo sin estrellas, seres deformes que flotaban en una y otra dirección; no tenían ojos pero lo veían todo. «¿Me aceptas?», escuchó en su propia voz, pero supo que no era un mensaje que hubiese producido ella. «Sí», respondió sin dudar. «Riega la hiedra».

Aurora tomó consciencia de dónde estaba, la mano de Magnus seguía apretándole con fuerza y la extremidad había retomado su danza macabra en el centro de la fuente.

—Dame el machete —le ordenó a su compañero.

Él dudó y observó sus ojos. Ahí dentro no estaba solo Aurora. Le soltó la mano e intentó alejarse de ella pero una rama lo aprisionó y empujó hacia su compañera.

—El machete, por favor —insistió ella.

Magnus notó el terror recorrer su cuerpo, se sintió cazado y cada rama, cada hoja, palpitaba por él. Solo le quedaba una cosa por hacer. Se metió en la fuente de un salto y tocó la mano central, interrumpiendo su baile.

Magnus vio una sala sin techo, un cielo sin estrellas. Un ser deforme le dio alcance. «Intruso», escuchó en su voz las palabras de otro. Aunque el ser no tenía cara, supo que estaba sonriendo. Fagocitó su alma.

Aurora pudo ver el momento exacto en el que eso sucedió. Los ojos de Magnus se apagaron de inmediato y su rostro se quedó congelado en una horrible mueca de terror. Lo sacó de la fuente y decenas de enredaderas acogieron su cuerpo. Le arrebató el machete y le seccionó el cuello, regando con su sangre a su nueva madre.

 

 

 


EL ASENTAMIENTO DE SUS AMIGAS por José Manuel Vargas Lázaro

Mis padres se habían marchado al funeral de un tío materno, ya estaba mayor, vivió con nosotros hasta que se fue a una residencia de ancianos puesto que se le había ido la cabeza hacía tiempo. Murmuraba cosas extrañas cuando creía que nadie escuchaba, pero cuando le preguntaban siempre afirmaba que nadie lo iba a entender si no lo vivían. “No sois más que meros asistentes ciegos ante el mayor de los espectáculos” balbuceaba.

Mamá siempre decía que no bajásemos al sótano, únicamente papá y ella solían bajar y subir cachivaches. Pero esa tarde, que estábamos mi hermana y yo solos en casa, decidimos investigarlo. Más por ella que por mí, recuerdo cuando tenía su edad, yo también sentía curiosidad por muchas cosas, el sótano también era una de ellas, sin embargo, nunca tuve el valor de bajar. Tampoco pensé que fuese a haber nada especial, al fin y al cabo, había estado en el sótano de mi mejor amigo al final de la calle junto con todos los demás compañeros, y lo solíamos utilizar a modo de lugar de encuentro y secretismo, donde podíamos hablar y jugar a juegos de mesa sin temor a que la lluvia, el frío u otras personas nos molestasen. Sin embargo, esa tarde mi hermana quería bajar a ver si nuestro sótano cumplía a la perfección con los criterios del futuro asentamiento con sus amigas.

-No te acobardes, yo bajaré primero – Me dijo.

-No me acobardo, solo que papá me pidió que cuidase de ti.

-Pues entonces hazlo, cuídame y vigila que no me caiga por las escaleras. -Mirándome con sorna y escarnio, imagino que al recordar el día en el que hace unos años, cuando aún sin saber hablar, creí ver moviéndose al fondo en la penumbra algo y resbalé desde la repisa del primer escalón en un momento en el que papá se había descuidado dejando abierta la puerta del sótano.

La linterna apuntaba al suelo del lugar, con un foco que cada vez iba estrechándose y haciéndose más luminoso. Paso a paso, mi hermana bajó las escaleras y yo tras ella agachándome un poco cuando pude empezar a ver por los laterales el resto de la estancia. Puede que con una vana esperanza de volver a ver aquello que desde pequeño me había enrabietado tanto.

-Esta parece la caja con los adornos de Navidad. – Me dijo mi hermana. – Y esta de ropa… – Al abrir las cajas percibí la leve cortina de polvo que se elevaba al amparo de la linterna tras la rápida apertura de la caja.

O quizá no era esperanza lo que sentía, sino temor a volverlo a contemplar. Una brisa acarició mi nuca y no pude hacer más que soltar un leve gemido y girar rápidamente en busca de algo de protección. Andando hacia atrás choque con mi hermana mientras un golpe de aire entraba por la pequeña ventana que hacía las veces de tragaluz a la altura del techo de cara a nuestro jardín trasero, a la par que un golpe de madera contra madera se sincronizaba con mi acelerado corazón.

– ¡Me has asustado! ¿Puedes estarte quieto ya? Le diré a papá que lo arregle para que pueda traer aquí a mis amigas.

-Papá no te dejará traer a nadie aquí abajo.

-Claro que me dejará, ¿no ves que soy su favorita? – Se reía mientras se alejaba de las cajas y dirigiéndose hacia lo que aguardaba detrás de la ascendente escalera.

La sombra de una figura adulta se dibujaba en la pared, como si llevase un mantón encima. Concentré mi vista en el sombrío bamboleo hasta que mi hermana no tuvo mejor idea que destapar la sábana blanca con ronchones amarillos dejando al descubierto un maniquí sin brazos como los que había visto en la mercería.

-No sabía que tuviésemos un maniquí. -Dije.

-No sabía que los maniquíes tuviesen la cabeza tan deformada. -Contestó mi hermana.

Me acerqué con ánimo de procurar que mi conocimiento en maniquíes reprodujese en mi hermana algo de consistencia gracias a mi experiencia en dicho campo.

– ¿Cómo que deformada? Mira, los maniquíes tienen así la forma de la cabeza porque…

A falta de estar un par de pasos tras ella y sin el impedimento de la oblicuidad del ángulo, vi que aquella cabeza no era como la que solía ver en la mercería. Le faltaba toda la parte izquierda, como si se la hubiesen succionado. La textura blanca de la tela pasaba a ser una mezcla entre un marrón amarillento y violáceo por momentos.

Mis ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y al apartar el foco de aquella cabeza seguí obnubilado únicamente con la poca claridad que me ofrecía el tragaluz.

– ¿Desde cuándo tenemos una jaula?

Me giré instintivamente hacia la voz de mi hermana. No paraba de mirar el leve resplandor dorado que aquella jaula otorgaba, y no pude parar de fijarme en que la pequeña puerta estaba abierta. Me acerqué muy despacio y un poco antes de llegar a la misma altura, noté como si hubiese pisado algo blando. Sonó como si fuese barro y al levantar de nuevo el pie algo viscoso se quedó en la suela.

-Es como rosa apagado… -me dijo mientras acercaba su pequeña mano a palpar la misma textura que execraba el borde de la puertecita de la jaula.

– ¡No lo toques! – Y en ese momento sentí como si ya lo hubiese vivido.

– ¡No seas quejica!

De repente la puerta del sótano se movió fuertemente hacia la pared provocando un ruido seco. El foco de la linterna que llevaba mi hermana apuntó hacia las escaleras y sentí que nuestros corazones palpitaban a la par. Nos faltó tiempo para subir hasta el pasillo y ya a la luz de la primera planta vimos como un gorgoteo violáceo se extendía hacia la cocina desde el umbral en el que estábamos. Mi hermana sonrió al adelantarse y entrar como quien fuese a recibir su helado veraniego en la cocina.

– ¡Ahhh! – Tras su grito escuché un fuerte golpe que me hizo volver al momento presente.

No sabía lo que era, ni de dónde saqué el valor para afanarme en quitar de la cara de mi hermana esa cosa violácea y viscosa que apretaba con fuerza sus tentáculos contra el cuello de mi adorada y estúpida hermana.

En mi cabeza solo había ruido y rabia hasta que escuché como se cerraba abruptamente la puerta de entrada de la casa. Al levantar la vista del suelo vi las caras sonrientes de mis padres sin ningún gesto de premura en liberar a mi hermana. Solamente a mi madre diciendo:

-Parece que hemos sido bendecidos de nuevo.

En mi confusión no sabía quién tendría que dar explicaciones a quien sobre lo que acababa de ocurrir.

 

 

 


RECONCILIACIÓN por Víctor Lumbreras Gutiérrez

El cifrado de esta comunicación será de extremo a extremo. Consulte más información en www.bitly/es

24 marzo 2020
Yo:. 12:45h
Hola Anna, soy yo. Sé que las cosas acabaron como acabaron entre nosotros pero entre el confinamiento y la soledad no sé con quién más podría hablar.
Me encantaría que me respondieras pero al menos me siento mejor pudiendo escribir todo esto. Haz lo que quieras, lo entenderé.
Me puedes creer o no pero estaba intentando mejorar, dejar un poco de lado el PC, leer más, salir a pasear. Aunque todo eso se fue a la mierda cuando nos tuvimos que encerrar en casa.
Como no quería retomar mis streamings me dediqué a buscar cosas por internet, chorradas principalmente, fake news, conspiranoias y cosas de ese estilo.
Hay muchas teorías que pueden ser verdad pero están cubiertas de tantas mentiras y medias verdades que son casi invisibles, al principio son cosas que más o menos ya sabemos sobre grupos ocultos que dirigen a los gobiernos y las economías, pero después empecé a encontrar pequeños patrones que se repetían en casi todos los sitios, estos patrones me llevaron «más allá».
En una de éstas páginas, escondidas en los lugares más remotos de la red encontré artículos sobre gente poderosa ligada a ciertas creencias poco conocidas que, a su vez, estaban encubiertas con organizaciones secretas más conocidas, como los masones.
Filtros sobre filtros y todos metidos en una caja. Y esa caja en el fondo del océano.

Yo:. 12:58
Bueno, eso era lo fácil de contar, lo difícil viene ahora. En esa página que encontré relacionan los mitos de un escritor, H.P. Lovecraft, con escritos, reliquias y sectas ocultas a la humanidad REALES. Estuve leyendo horas todo lo que encontré allí. Desde luego parece otro cuento chino, pero la manera de redactar, de contar esas cosas…cuando me quise dar cuenta eran altas horas de la madrugada, las horas más oscuras, las cercanas al alba.
Apagué el portátil y el flexo, que era la única luz que tenía y al girarme para salir del estudio, entre las sombras, vi algo.
Supongo que sería consecuencia de tantas horas leyendo esos textos, la sugestión o yo que sé, pero recuerdo muy bien que lo VÍ. Era una figura ovalada de la que emergían multitud de tentáculos, fundidos entre las sombras y que se expandian por las paredes de la habitación, envolviendome. Reprimí un grito de terror y lancé un manotazo a la pared, dónde casi destrozo el interruptor de la luz aunque para mí suerte se encendió…y allí no había nada.

Yo:. 13:45h
Cada vez me cuesta más seguir contándote… ¡He buscado algunas de las web y no aparecen por ningún sitio! Estoy seguro de haber leído esas cosas y además tomé notas de todo y las conservo en mi escritorio. Ya te contaré después, voy a seguir investigando.

25 de marzo
Yo:. 15:00h
Acabo de despertarme, veo que no has leído nada de lo que te he escrito, bueno, debes de seguir enfadada, no me sorprende.
Aunque no me hagas caso voy a escribirlo todo aquí.
A cualquier persona le parecerá una tontería lo que voy a escribir, pero esas web solo funcionan de noche. Después de los aplausos, dónde salgo a ver la cara de mis vecinos, la barra del navegador estaba llena de nuevos marcadores, de «favoritos» para que me entiendas. Y eran las web de ayer, Niggurath!
Y para mi sorpresa habían páginas nuevas, donde ampliaban la información del día anterior o hace dos días, no lo tengo claro.
En resumen, hay una realidad oculta, cubierta para nuestra salud mental, esa verdad no la podríamos soportar, la psique humana es incapaz de tolerar todo lo esta esperando en las profundidades, tanto de la mente como del océano. Sí, del océano, has leído bien. Piénsalo detenidamente, ¿Qué fronteras se mantienen inexpugnables para el ser humano? El vasto espacio exterior, Iä Iä, y las profundas fosas abisales.
Justo ahí, en los límites de nuestro conocimiento radica la verdad, ominosa, ignota , ciclópea e inexorable.
La salida del sol marcaba la finalización de mi exhaustiva jornada de pesquisas por lo que se hacía imperativo un descanso. Que no fue tal ya que mis sueños, anodinos o inexistentes otrora vinieron marcados por bellas y abrumadoras imágenes de ciudades perdidas en los lugares más recónditos de nuestro planeta, desde el polo magnético sur a las insondables fosas oceánicas dónde la sombra de Aquel que no ha ser Nombrado prevalece.

27 de marzo
Yo:. 18:13h
Heme aquí de nuevo mas no por largo tiempo. Mis misivas se pierden en la rotundidad de tu mutismo y aunque tome estas cartas como parte de mi bitácora de descubrimientos no por ello me siento menos ofendido.
El tiempo se pliega sobre si mismo, ofreciendo una nueva percepción de todo aquello que me rodea. Iä, Iä, Cthulhu ftagn!
Y es el momento, justo ahora cuando la humanidad aterrada se encierra en casa cuando los que somos fuertes en nuestras convicciones seremos recompensados.
Shub-Niggurat!
He sido elegido entre muchos y en el telar de mis sueños se me ha mostrado los lugares recónditos y de poder. Ulthar, R’yleh, Carcosa, Yith. Ante esos inconmensurables descubrimientos nuestra ciencia es una bagatela primitiva e inútil. Vivimos envueltos en un manto protector, orgullosos de nuestra evolución, denostando todo aquello que nos resulta ignoto. Padre Dagón me mostró la vida más allá de los arrecifes y madre Hidra me presentó a sus hijos, reyes de los mares y las profundidades, protectores de Aquél que duerme. Nos ordenamos en sociedades, clases y países, pero yo HE VISTO a Yog-Soggoth, el caos primigenio que envuelve el universo.
Utilizamos nuestra tecnología, mostrándonos altivos ante quién está un paso por detrás nuestra. Nuestra ciencia es primitiva en comparación con aquellos Mi-Go que traman sus planes contra la raza humana en la cara oculta de Marte.
Al llegar el ocaso de este día me reuniré con ellos me fundiré en ese conocimiento y olvidaré los pesares mundanos que atormentan al alma humana.
Sin más me despido.
J.

1 de mayo
Anna: 17:17h
Hola, Jorge. Perdona pero se me rompió el movil en marzo y hasta hoy no he podido repararlo, suena a excusa pero no lo es. Vale?
Tío, qué dices?
Pero tu estas rayao?
Mira estás como una cabra no pienso leerme todo ese tocho. Menuda rayada y menuda brasa.
Pasa de mí, vale?

La usuaria ‘Anna’ te ha bloqueado, no podrás escribirle ni ver sus mensajes.

 

 

 


EL BOSQUE por Laura López Serrano

Hace tiempo que tengo el mismo sueño. Un sueño en el que aparezco en un bosque en penumbras, pues los árboles no dejan pasar la luz. Allá donde mire hay árboles. Intento caminar sin rumbo fijo, pero es difícil. El camino está embarrado y lleno de raíces y piedras. Al principio me sentía confundido, ahora simplemente lo acepto y trato de despertar.

A lo lejos una figura se mueve. No tiene forma definida, es tan solo una luz emitiendo un sonido que me llama. Un sonido dulce. Una voz que me acaricia. Y creo que debo seguirla. Y siempre, por un instante, decido que es el momento de seguirla. Pero algo en esa misma voz dulce me hace estremecer y detenerme. La voz me llama con insistencia. A veces se enfurece si no avanzo, pero entonces vuelve a su dulzura habitual y comienza a prometerme imposibles si voy con ella. Me he sentido tentado cuando me ha prometido reencontrarme con mi mujer. «Está muerta, imbécil» me repito constantemente.

Siempre consigo despertar habiendo avanzado apenas unos pasos. La voz se enfada. Grita, o al menos creo que es un grito, pues es apenas un sonido chirriante lo que escucho segundos antes de abrir los ojos. Temo volver a dormir por si vuelvo a aparecer en su bosque y decido pasar el resto de la noche en vigília.

Desde la muerte de mi mujer he vivido atormentado. Durante la jornada soy acusado de asesinato y en mis sueños soy presa de un ser que no comprendo, que parece alimentarse de mi dolor. El juez me declaró inocente, se apiadó de mí, pero para los vecinos soy un monstruo y me recuerdan lo que hice con tan solo una mirada. Como si realmente pudiese olvidar. Como si pudiese dejar de repetirme que fui culpable de su enfermedad. Yo nunca le haría daño a mi bella Lucille. Fue ella la que decidió abandonarme dejando este mundo de miserias que no la comprendía. No fui capaz de impedírselo, pues vivía martirizada y no soportaba verla así. Y ahora soy yo el culpable por, en un acto de misericordia, no arrebatarle el cuchillo a tiempo. ¿Acaso no fue suficiente sufrimiento verla morir frente a mí

A veces pienso que vivo en una pesadilla. Que la pesadilla real no es el bosque ni esa voz. Y pienso que quizá si la siguiera volvería a estar con ella, pues es todo lo que anhelo. Y ya nada me queda aquí. En este mundo. Pero el miedo me impide avanzar. Miedo al desconocimiento de lo que me espera más allá.

Hoy nieva en el bosque, lo que hace aún más difícil avanzar. El suelo está totalmente teñido de blanco y unos finos copos de nieve caen con delicadeza. El frío entra por mi ropa, pues apenas visto mi fino pijama de lino. Comienzo a temblar. Mi pelo poco a poco se humedece y la ropa comienza a pesar. Y a lo lejos otra vez la voz. Esa voz dulce que esta vez promete calor. Un lugar caliente donde descansar mi mente, que se resiente del cansancio cada vez más. Quiero seguirla, resguardarme del frío y secar mi cuerpo que empieza a entumecerse.

Y, extrañamente, mi cuerpo avanza. No soy yo el que está dando las órdenes. Siento el dolor de unos músculos congelados que intentan avanzar. Un pie y después el otro. Cada mínimo movimiento significa dolor. Miro hacia mis pies y reparo en que están descalzos. Pero no los siento. Están totalmente congelados.

Mi cuerpo sigue hacia adelante mientras las lágrimas recorren mi rostro. Reconozco esa voz y mi cuerpo quiere llegar a ella. Esa voz que se me antoja como la de mi Lucille. Pero no es ella. ¿Cómo puede serlo? Trato de luchar contra mi cuerpo. Hacerlo detenerse. Sé que no es ella, pero ¿y si lo es?

Consigo despertar. Me encuentro en mi cama totalmente muerto de frío. Congelado. Temblando. Unos ojos me miran a los pies de la cama. ¿Lucille? Cuando parpadeo desaparecen. Pero estaban ahí. Los he visto. O eran quizá producto de mi cansancio.

La cama está empapada también. Me levanto y enciendo el fuego de la chimenea para entrar en calor mientras cambio mi ropa. Me siento sobre la alfombra frente a la chimenea y dejo que el calor invada mi cuerpo. Cada vez comprendo menos.

Cuando he entrado en calor, veo por la ventana el amanecer. Ya casi es la hora de salir ahí fuera a enfrentarme al mundo un día más. Me levanto y cambio la ropa de la cama. Pero antes de quitarla, veo un par de humedades a los pies de la cama. Allí donde los ojos me miraban. Son pequeñas y casi podría decir que son manos. Me estremezco y noto cómo se me eriza la piel. Sabía que había algo cuando desperté.

Pero si nada ha salido por la puerta, significa que sigue aquí, escondida en algún lugar. Miro bajo la cama, pues es el lugar donde podría haberse escondido más fácilmente. Pero no hay más que polvo. Abro el armario y tiro toda la ropa al suelo para dejar todo el interior a la vista. Noto cómo la rabia y la frustración se apoderan de mis actos. Y dejo de pensar. Solo actúo. Tiro sus jarrones. Destrozo mesas. Rompo las puertas de los armarios. Rasgo sus libros y los echo a la chimenea…

El sonido del reloj de cuco me saca de mi enajenación y me doy cuenta del estado de mi casa. Es un caos. Todo está roto y patas arriba. Hacía tiempo que había olvidado qué estaba buscando, pero seguí destruyendo mi hogar, presa de la rabia y la tristeza. Me derrumbo y me echo a llorar junto a sus destrozadas pertenencias.

Esta noche se repite el paisaje del bosque nevado. Solo que la nieve cae con furia y un fuerte viento golpea los árboles haciéndolos zarandearse. El frío vuelve a entrar dentro de mí congelando mis huesos. Apenas siento mi cuerpo. La luz vuelve a aparecer, pero esta vez es ella la que se acerca. Escucho una melodía que proviene de ella. Me está cantando su canción.

Conforme se acerca, aquel ser se va perfilando hasta crear la figura de una mujer. Su cuerpo. Ha adoptado el cuerpo de Lucille para atormentarme. La melodía se vuelve estridente, como un grito. «¿¡Pensabas que podrías huir de mí!?». Cada vez está más cerca. Cada vez grita más. Estoy paralizado de miedo, incapaz de escapar de allí. Este ser se alimenta de mi miedo, de mi rabia, de mi tormento.

Y me despierto.

Una mujer está a los pies de mi cama. Furiosa. Está totalmente empapada. Trato de levantarme para alejarme. Pero es ella. Mi Lucille. ¿Cómo voy a abandonarla de nuevo? «Sabía que no me abandonarías» me contesta. Me relajo. Cuando la veo abalanzándose sobre mí con la boca abierta dejando ver una hilera de dientes afilados. No es ella. Pero ya es tarde.

 

 

 


DONDE RESIDEN LAS SOMBRAS por Ander Pérez

Barry Hampton terminaba todos sus artículos para el Arkham Advertiser con la misma sentencia: «No teman a la oscuridad; solo hay que temer a la luz, porque es ahí donde residen las sombras». Por eso no le resultó difícil dejar atrás su apartamento de soltero en Arkham en mitad de aquella desapacible noche, y escapar con lo puesto hacia el pueblo costero de Innsmouth.

Ahí se encontraba en aquel momento, subiendo las escaleras podridas de una horrible pensión, enferma de humedad y carcoma.

Cuando llegó a su habitación y abrió la puerta, Barry confirmó que el cuchitril era tan pequeño y horrible como cabría esperar. Un techo bajo y oprimente, paredes desconchadas y en medio de la estancia, un camastro cubierto por una manta de lana raída y una almohada con firmas de sudor ajeno.

El cansado periodista dejó su chaqueta sobre una silla de mimbre y se acercó con lentitud a la única ventana de la estancia. Estaba atrancada por fuera y no tenía cortinas, por lo que la luz del viejo faro al final del muelle irrumpía y se escabullía de la habitación como un visitante indeciso.

Tomó una bocanada de aire y se dejó caer sobre el colchón, que lo recibió con un quejido metálico. Pasar de los cincuenta y tener algo de sobrepeso no ayudaba a huir de tu sentencia de muerte; el precio a pagar por ser un periodista con vocación de investigador, uno de esos que apestan a pasma y roban el sueño a los mafiosos. Gilbert «El Sepulturero» Carozzi lo tenía calado desde hacía ya tiempo y había estado jugando con él como un gato con su presa. Pero el capo se había cansado de jugar.

Tumbado en la cama, los muelles se le clavaban en los riñones. Boca arriba, veía cómo las sombras de los cuarterones de la ventana se desplazaban por el techo cada vez que la luz del faro la atravesaba; se estiraban y deformaban a un ritmo constante que le adormecía como una nana silenciosa.

Aflojó el cuello de su camisa mientras el arrepentimiento por ir demasiado lejos con sus pesquisas le golpeaba una y otra vez como un peso pesado en el último asalto. Sabía que estaba solo y que nadie iba a salvarle el culo.

La luz del faro regresó una vez más y dibujó sobre el techo amarillento las mismas figuras, para borrarlas poco después. Barry se frotó los párpados en un inútil intento de desperezarse. Al abrirlos, las líneas oscuras volvían a reptar sobre su cama, pero los elementos habían cambiado; ahí había… algo más.

Se incorporó y apoyado sobre sus codos, esperó a que la linterna del faro devolviera su resplandor a la habitación. Cuando lo hizo, junto a las sombras de los cuarterones vio algo mucho más grande.

–Pero… ¿qué…? –se preguntó en voz alta.

De pie, miró a través de la ventana. Llovía y las gotas de lluvia que salpicaban el sucio cristal barrían el polvo acumulado. Con el ceño fruncido, Barry dirigió su visión hacia el desafiante faro de granito. El foco luminoso completó su giro, golpeó los ojos del periodista y le obligó a protegerse con el antebrazo. Cuando se descubrió, esa cosa estaba delante de él, pegada al cristal.

–¡Joder! –exclamó dando un respingo hacia atrás. Tropezó con el borde del catre y cayó sobre él de lado. Recompuesto de la caída, se incorporó, pero en la ventana ya no había nada. El faro iba a devolver la luz a la habitación, así que Barry, sudoroso y jadeante, giró sobre sí mismo y de espaldas a la ventana, levantó la cabeza hacia el techo.

Lo rígidos cuarterones se proyectaron en la escayola como los protagonistas de una película muda sobre una pantalla de cine. Se alargaban y deslizaban ante la atenta y febril mirada de Barry, que esperaba ver para creer.

Y en el último instante, vio y creyó. Era el esbozo de una criatura de forma esférica, envuelta en largos filamentos oscilantes. Barry volteó su cabeza para retener la imagen fugaz, pero el foco seguía su trayectoria y en la ventana solo quedó el agua de lluvia.

Fue entonces cuando algo llamó su atención en la calle: un Rolls Royce Phantom negro del que surgieron tres hombres vestidos con largas gabardinas y sombreros fedora. Los matones de Gilbert Carozzi miraron hacia el piso donde el periodista se escondía y él se agachó tan rápido como sus anquilosadas rodillas le permitieron.

–¡No, tan pronto no! –lamentó seguro de que venían a cobrarse su vida.

Desde su incómoda posición podía llegar a atisbar el faro. La luz iba a visitarlo en breve y el miedo atenazó su cuerpo. El haz de color blanco rasgó la oscuridad de la habitación y no quedó sitio para nada más que la mancha negra del ser monstruoso. Barry observó cómo trepaba por el cristal y oyó el crujido del vidrio sobre él. Se lanzó al suelo y rodó por debajo de la cama. Desde allí, escudriñó la pared que quedaba frente a la ventana. Los hilos de lluvia convertidos en bosquejos de carboncillo caían por ella y, al mismo tiempo, también se descolgaba la silueta de unos tentáculos de perfil verrugoso, lentamente, como la espuma que vuelve al mar tras romper la ola en la arena.

Se escucharon pasos apresurados en el descansillo. Los acólitos de Carozzi venían a alimentar la fama de su apodo.

La habitación estaba de nuevo en penumbras y la cosa de los tentáculos había desaparecido, pero una vuelta más de la linterna del faro solo dejaría lugar a dos opciones: morir en aquel sucio dormitorio, o encontrar el mismo destino fuera, frente a los mafiosos.

Alguien intentó girar el pomo de la puerta. Barry se arrastró por debajo de la cama y salió de su escondrijo. Los matones aporrearon la puerta y gritaron el nombre de Hampton varias veces.
Barry, de pie frente a la entrada, miró hacia la ventana. La luz del faro regresaba y sería por última vez, porque no tendría otra oportunidad. Dio un paso al frente y agarró con fuerza el pomo de la puerta. Por encima de su hombro; las sombras titilaban en el techo y, en la pared, unos tentáculos parecían derretirse, hasta desaparecer en los rodapiés de la madera carcomida.

Dejó de respirar; solo oía el bombeo de su corazón. Giró el pomo con determinación, abrió la puerta, y se mostró firme ante los tres corpulentos mafiosos.

–Perdonadme por esto…–dijo con voz entrecortada. Se puso en cuclillas y cubrió su cabeza con los brazos.

Sintió un azote de viento helado cuando aquello pasó por encima de su cuerpo y un olor denso, a algas y mar, lo rodeó. No levantó la cabeza; no abrió los ojos, ni se movió un ápice. Se quedó allí, inmóvil como un niño agazapado. Solo escuchó a la cosa de la ventana, que se escurría entre los cuerpos de los secuaces de «El Sepulturero» y junto a sus gritos agónicos; el borboteo de la sangre. Barry Hampton lo escuchó todo, mientras en su cabeza repetía una y otra vez la misma cantinela: «No temo a la oscuridad… no temo a la oscuridad».

 

 

 


EL ÚLTIMO TREN A ARKHAM por Jorge Fernández Calleja

Sonaron unos leves golpecitos en la puerta, el doctor Henry Armitage se desperezó y miró en dirección a la puerta, era su joven y reciente ayudante Steven McGregor, un joven fornido y rudo con un aspecto más cercano a un carcelero que a un estudiante de Miskatonic. El doctor sacó su reloj de bolsillo ajado por el tiempo, así como por todas las situaciones por las que ha pasado. En el interior había un retrato de su mujer la cuál había muerto recientemente, la esfera temporal estaba llena de arañazos, grietas y quizás le faltara algún trozo de cristal.

-Ah sí, Steven, es hora de que vayamos al tren restaurante y no hagamos esperar más a mi querido amigo el doctor Hartwell.

Steven asintió con la cabeza y se acercó para ayudar a Armitage a levantarse, la mesa sobre la que estaba apoyado estaba llena de libros y anotaciones de todo tipo, pero resaltaba de manera especial un “ejemplar del Arkham Advertiser de unos años atrás donde se podía leer un artículo gracioso de la Associated Press que contaba que el whisky de contrabando de Dunwich había provocado el alzamiento de un monstruo capaz de batir todos los récords”.

Una vez incorporado Henry notó como un repiqueteo metálico y seco en el interior de su cabeza, como el que producen las traviesas de los carriles cada vez que un convoy pasa por ellas.

– ¿Ha tomado su medicación doctor? -preguntó Steven con cierto desasosiego.

– No te preocupes tanto Steve, son los achaques de un abuelo de 83 años -le respondió éste.

Una vez se hubo estabilizado se agarró del brazo de su ayudante, cerraron la puerta de su camarote y comenzaron a andar a lo largo del mismo, Armitage no pudo evitar mirar por la ventana y observar las sinuosas colinas de Dunwich pobladas de malezas, desfiladeros y barrancos profundos. En la cara del doctor se podía ver un rictus inusual de terror y tristeza al mismo tiempo, rememorando el grito que un día despertó a Arkham y que le perturba todos y cada uno de sus días desde entonces.

Unos gritos incesantes sonaban y rebotan por todas las paredes del vagón.

-No te preocupes joven, son solo los gritos de los chotacabras que están más alterados de lo normal.

Su camino continuaba a lo largo de varios vagones donde todos los camarotes tenían su ojo de buey completamente cerrados.

De repente el tren tomó una curva muy cerrada, Armitage perdió el equilibrio al mismo tiempo que un ojo de buey se deslizó y dejó abierto el compartimento. En ese preciso instante contempló con horror cómo en su interior se encontraba un ser, difícil de describir con palabras de este planeta que giró su cabeza en un movimiento tan rápido como sinuoso. Steven se apresuró a interponerse entre la puerta y el doctor.

-Henry ¿se encuentra usted bien? -le preguntó Steven.

-Si hijo, tan solo es un mal recuerdo que ha inundado mi cabeza- le contestó.

– ¡MALDITOS CHOTACABRAS NO SE CAYARAN NUNCA! -gritó de manera desesperada y golpeando con las pocas fuerzas que tenía una de las ventanillas del tren.

Su estupor iba en aumento porque pudo ver con toda claridad cómo el paisaje rompía las olas neblinosas de la costa donde se alzaba una ciudad con dos soles.

– ¡Por dios! cómo es posible que estemos en este lugar, no puede ser, si solo era una representación treatal de hace varios años atrás -dijo Henry Armitage.

Steven calmó a Henry.

-Pronto terminará su sufrimiento si sigue con el tratamiento que le ha pautado el doctor.

Pasaron al nuevo vagón, Steve abrió cordialmente la puerta para que el Doctor Armitage pudiese continuar andado. Pero de repente un nuevo y brusco giro tiró al suelo al buen doctor quien rodó por los suelos del nuevo vagón agitando los brazos de manera alocada, como intentando quitarse de encima algo que Steven no podría llegar a comprender: era un byakhee.

-Steven, corre, busca por los camarotes que tiene que estar en alguno de ellos- gritó Armitage.

– Pero ¿quién doctor? -respondió su ayudante.

– Hastur «el Innombrable», solo él los puede invocar.

Con toda la paciencia del mundo Steven ayudó a Armitage a levantarse y convencerle de que no estaba siendo acosado por ningún ser “byakhee” ni de ninguna otra naturaleza.

Con gran afligimiento por los pesares de su viejo profesor, Steven no tuvo más remedio que inyectarle una pequeña dosis para que éste se tranquilizase dado que parecía totalmente fuera de control, como muchas otras ocasiones.

Con un pequeño quejido más parecido a un lamento, el doctor solo atinó a pedirle que parara, que de seguir, no estaría por tanto en condiciones de poder cenar con su antiguo colega y amigo el doctor Hartwel.

-No se preocupe doctor, ya estamos llegando- dijo Steve con voz calmada.

Lo asió por las axilas para incorporarlo y llegar a su destino. Terminaron de cruzar dos vagones más y el calmante pareció hacerle un pequeño efecto, el necesario para mantenerse consciente.

Justo en el último camarote, antes de llegar al vagón restaurante, uno de los ojos de buey estaba completamente abierto. En su interior el doctor Armitage pudo observar cómo un individuo de grandes proporciones y completamente desnudo pintaba en las paredes extrañas letanías con su propia sangre. Esta visión hizo que el anciano temblara de una manera descomunal como si todos sus recuerdos se agolpasen a la vez en su ya deteriorado cerebro.

Por fin llegaron al vagón restaurante, el Doctor Armitage dio un paso hacia atrás al ver que el habitáculo no tenía nada de restaurante, era una sala de baldosas blancas tanto en paredes como el suelo, con una camilla en el centro, a un lado no se encontraba otro que el doctor Walter Freeman y no su esperado amigo Hartwel. Henry Armitage dio un paso hacia atrás chocando con Steven, el cuál vestía unos ropajes parecidos a los de cualquier enfermero de cualquier clínica sanatoria. En ese momento concreto el doctor Armaitage recobró la cordura cambiando su rostro al comprobar que se encontraba en el manicomio de Arkhan.

-No se preocupe querido colega- le dijo el doctor Freeman-. No tardaremos nada en aliviar sus dolencias.

-Steven, por favor, recuesta en la camilla al buen doctor y aprieta bien las correas.

Éste siguió las indicaciones del conocido doctor Walter Freeman con gran pesar ya que en los últimos años había cogido mucho cariño a su estimado doctor Armitage.

El anciano notó el tacto de la correa de cuero en su frente, sin poder moverse comprendió que ese era el final, una situación muy alejada de todas la que había vivido durante sus 83 años.

– ¿Preparado doctor? -dijo el doctor Freeman mientras sostenía en la mano izquierda un punzón de hielo y en la derecha un martillo de pequeñas dimensiones.

Lo último que vio Henry Armitage fue cómo ese punzón se acercaba a su zona orbital y lo último que escuchó fue un repiqueteo metálico característico de la lobotomía transorbital que hizo tan famoso al doctor Walter Freeman.

 

 

 


LA SANTA IGLESIA DE ROMA por Eric Oliva Remiro

– ¿Por qué existe algo en vez de no existir nada? – la voz del obispo resuena guturalmente entre las paredes de piedra granítica que formaban la gran cripta bajo la catedral – Por largo tiempo el conocimiento humano ha buscado reducir la complejidad de nuestro mundo a términos más simples. Solo así nuestra mente consigue aprehender la realidad y explicarla. La ciencia observa maravillada nuestro alrededor y agrupa los fenómenos en ecuaciones, reúne datos, categoriza y simplifica. Anhelamos por encima de todo la simplicidad. ¿Por qué, entonces, existe la complejidad? Un universo simple sería mucho más fácil de comprender y explicar que uno complejo. Y concretamente, un universo que minimizara la complejidad sería, en realidad, un universo no existente.

Margaret Summers sigue cabizbaja con el rostro cubierto por su capucha. El sudor perla su frente y se desliza por sus mejillas. En algún otro lugar de la sala sabe que sus compañeros aguardan su señal. ¿Son los ojos del obispo completamente negros? ¿Y sus manos?

– Imaginaos, amigos míos, que fuerais dioses creadores – continua –. ¿Hubierais creado un universo como el presente? Si vosotros fuerais divinidades empezaríais forjando un cosmos mucho más simple que el actual. Diseñaríais objetos y reglas elementales, y vuestra creación sería mucho más bella. Para obtener un universo como el presente, deberíais ser caprichosos. En este génesis original vuestra voluntad se asemeja, extrañamente, al antojo. Decía Einstein que Dios no juega a los dados. Afirmación totalmente errónea, puesto que Dios no existe, y si lo hiciera sería un dios ludópata. ¡Y las características de su creación, un mero juego!

Un rumor recorre la sala. Margaret palpa la culata del revolver que guarda entre los pliegues de su túnica. Esta locura debe detenerse.

– ¡No existe ningún dios creador! Eso ya lo sabéis los presentes. Este universo que habitamos no ha sido creado. ¿De dónde ha salido entonces? La respuesta es sencilla… siempre ha estado aquí. Imperfecto, complicado e inmenso. ¿Y por qué? ¿Por qué existe un universo? ¿Por qué existe algo en vez de no existir nada? – el orador alza su mano y un dedo raquítico y negruzco emerge de la ancha manga de su túnica. Señala a su audiencia, que rehúye la pregunta y agacha la cabeza. – También la respuesta a esta pregunta es, en realidad, muy sencilla: ¡NO HAY RAZÓN PARA QUE EXISTA ALGO EN VEZ DE NO EXISTIR NADA!

El grito del obispo amedrenta a los congregados, y los que están más cerca se retiran un paso atrás. Margaret aprovecha la ocasión para deslizarse y avanzar a primera fila, no muy lejos del orador. La cabeza baja y la mano presta a desenfundar. ¿Dónde están sus compañeros?

El universo no tiene un motivo para existir, y sin embargo existe. Toda la materia que nos rodea siempre ha estado aquí. Camuflada en diversas formas, cambiante y pastosa. Mutable, y sin embargo eterna. Una materia inmotivada, arrojada a nuestro alrededor sin razón y tremendamente imperfecta. ¿Por qué el universo es de esta forma y no de otra? No hay ninguna explicación para ello. Todo cuanto existe lo hace sin motivo. Ha sido un accidente y fruto del azar. ¡Esa es la esencia del auténtico barro celestial! ¡Lo accidental! ¡Todo lo que nos rodea es un accidente! – el obispo se acerca a una columna y la palpa con la mano, mirando a su audiencia -. Esta materia que toco no debería estar aquí. ¡No hay razón para que esté aquí! ¡Y sin embargo está! Vivimos rodeados de objetos que existen sin una explicación última que justifique su presencia. El Ser simplemente ha aparecido sin motivo. Allá donde vamos nos topamos con esta materia que lo constituye. Caminamos sobre ella, la vemos, la respiramos. Nos vemos asfixiados por esta masa cuya existencia hemos descubierto que en última instancia es superflua. Todo está de más, sobra. Nadamos en el fondo de este mar que llamamos atmósfera. Asfixiados, rodeados y encerrados en el Ser. Aplastados contra el suelo por la fuerza de la gravedad y topando paso a paso con todos los objetos que pueblan el mundo, tropezándonos con ellos. Cosas por todas partes. Obstáculos. Objetos que se nos presentan como incoherentes, y sin embargo terriblemente sustanciales….

El obispo se vuelve y sube los escalones hasta alcanzar el altar, una piedra monolítica que desentona con el resto de arquitectura de la sala. La rodea y vuelve a dirigirse a los reunidos.

– ¡Dios no existe! La Santa Iglesia de Roma se ha consagrado a un ser mucho más poderoso. Hemos aguardado durante siglos la llegada de este día. Nos hemos ocultado en las sombras y hemos propagado la fe, alimentándonos pacientemente. Los rezos de los feligreses dirigidos a una criatura ausente, los templos erigidos en vano, sus plegarias desatendidas. Pero entre todos ellos hoy nos reunimos los escogidos para asestar el golpe definitivo a este terrible error que es la existencia. Perdimos al hijo de nuestro Padre en Nazaret, pero nuestro padre siempre engendra gemelos. Hoy celebramos el regreso del Hijo de Dios. ¡Traed el sacrificio!

Dos sectarios subieron al Papa al pedestal, maniatado y amordazado. Sus ojos abiertos de par en par y con la mirada ausente y perdida, mostrando unas pupilas negras y dilatadas. Quién sabe los horrores que habrían presenciado. Los blancos ropajes del prisionero contrastaban con la túnica negra del maestro de la ceremonia. Un Papa blanco a punto de ser sacrificado, y uno negro que tomaría su relevo. Los cánticos se iniciaron como un coro de ecos macabros, con ritmo lento y voces enfermas: Iä Yog-Sothoth! Iä Yog-Sothoth!

– ¡Regocijaos servidores de la Puerta! – continúa el obispo – ¡No hay ningún dios creador, solo un dios destructor! ¡Hoy corregiremos el error y devolveremos la existencia a su estado original! El vástago de nuestro padre os liberará del sufrimiento, de la incomprensión y de la preocupación. ¡Venga a nosotros tu reino! ¡Hágase tu voluntad! – El obispo alzó la Daga de las Edades por encima de su cabeza. La luz de las velas resplandecía reflejada en la hoja curva y dorada. Los cánticos se intensificaron.

Margaret se destapó la cara, alzó su diestra, apuntó al obispo y disparó. La bala del calibre nueve hizo estallar la cabeza del objetivo, salpicando los blancos ropajes del Papa con una sangre negra como la brea. El brazo que sujetaba la daga de sacrificios descendió, sostenido por un cuerpo decapitado, y aún vivo. La hoja se hundió en el pecho del Papa.

Margaret descargó tres balas más contra el cuerpo negro del obispo, que saltó hacia atrás derribado por el impacto. Tres metros a su derecha, Dorothy Fredman se deshizo de sus ropajes, alzó su ametralladora Thomson y empezó a disparar sobre la multitud de sectarios. Los gritos inundaron la sala. La turba entró en pánico. Daniel Heiss corrió hacia el cuerpo caído del Papa.

– ¡¿Está vivo?! – preguntó Margaret a Daniel. Un estruendo se alzó de repente detrás suyo. Se giró. Algo enorme se dirigía hacia ella, derribando candelabros y aplastando sectarios a su paso. Alzó su revolver. No había nada a lo que apuntar, solo una especie de mole invisible que atropellaba todo a su paso.

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