El Año sin Primavera – Relatos II

Aquí estamos otra vez para disfrutar de los maravillosos relatos que recibimos en nuestro I Certamen de Relatos «El Año sin Primavera». Ya van dos entregas y quedan otras dos así que si no ha salido el vuestro poco quedará, paciencia.

No me enrollo más, para que podáis leer a gusto, sólo recordaros que si alguno os gusta mucho, siempre es bonito dejar un comentario al autor en el artículo.

Os queremos.

 

 

 

MILLER&ASSOCIATES por Erre

Llegó a aquel pueblo tan apartado de todo sobre las 17h. El viaje había sido mucho más largo de lo que esperaba ya que la carretera estaba en muy mal estado y su viejo Ford T tuvo que lidiar con él como pudo. Estaba prácticamente vacío, no pudo vislumbrar más que un par de veces alguna persona en el interior de alguna casa, o trabajando su huerto. Hacía frío y le preocupaba haber llegado tan tarde a un lugar como aquel, pero definitivamente allí se encontraba.

Se dirigió a la zona más al oeste. Junto al límite de esta zona se encontraba la propiedad que venía buscando. En el despacho había podido encontrar su dirección.

Finalmente llegó. Se trataba de una gran casa con un jardín desproporcionadamente grande, rodeada por un alto muro cubierto de maleza. La puerta principal estaba formada por dos puertas de hierro forjado y entre sus barrotes se vislumbraba un sombrío sendero rodeado de árboles que finalizaba delante de la casa. Parecía haber vivido una época mejor, aunque aún mantenía un esplendor majestuoso, especialmente en un pueblo como aquel donde el resto de viviendas no se le podían comparar.

Llamó al timbre que se encontraba en el muro derecho y espero. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar varias veces. Mientras esperaba se dio cuenta de que la reja no estaba cerrada, pero no se atrevió a entrar sin avisar en aquel lugar tan decadente. Finalmente se cansó de esperar y se alejó a pie. Fue llamando a la puerta de varias casas hasta que finalmente alguien abrió.

Se trataba de una mujer que llevaba un rollizo bebé en brazos: -¿Que quiere?

-Disculpe, me llamo Virginia Miller, soy del bufete Miller&Associates – Le tendió su tarjeta – ¿Sabe usted si aquella casa de allí pertenece a  la familia Bishop?

La mujer miró la tarjeta – Sí. ¿Qué está buscando aquí?

-Hace seis días mi hermano vino aquí para formalizar los trámites de una herencia. Le contrató Joseph, Joseph Bishop. La herencia versaba sobre una casa.

-¿A muerto la madre? Hace tiempo que nadie la veía. De todas formas no quiero saber nada sobre esa gente, si me disculpa…

Virginia constató lo que llevaba pensando desde el primer momento que mencionó aquel apellido, no esperaba encontrar cooperación alguna. – Por favor, ¿podría ayudarme? ¿Podría decirme algo más? Vengo de muy lejos intentando localizar a mi hermano. Estoy muy preocupada.

-Apenas conocemos a esa esa gente, casi nunca se les ve. Además hay rumores sobre ellos… no… no quiero tener nada que ver con esto, discúlpeme – Cerro la puerta.

Sacó el reloj de su bolsillo, empezaba a atardecer y necesitaba entrar en esa casa. Fue decidida hasta la puerta. Miró adentro de nuevo dentro y a ambos lados de la calle. Nadie. Empujó la reja y sus oxidados pernos emitieron un leve gruñido. Se encontraba dentro e instintivamente volvió a dejarla como se encontraba antes. Virginia se adentró en el camino que dirigía a la casa. Sus pasos crepitaban al pasar por aquel sendero cubierto de hojas secas, no se había fijado antes pero todo aquello parecía abandonado. No parecía que nadie hubiese cruzado aquel camino desde hacía días. Se trataba de una casa estilo victoriana de madera, de dos plantas. Subió los tres peldaños de la entrada y llamó a la puerta. Espero. Volvió a llamar. No se escuchaba ningún sonido que proviniese del interior. No parecía haber nadie allí.

Dio unos pasos atrás y contempló la parte alta. Seguidamente rodeó la casa por el lado derecho. Vio que una parte del tejado de aquel lado se había hundido. Es más, acercándose pudo observar una especie de línea ascendente y curva que marcaba la fachada de madera de la casa. Se podría ver claramente como toda la parte de la fachada dentro de ese enorme arco descolorido se encontraba considerablemente deteriorada. Se acercó a una ventana que estaba dentro de aquella mancha para intentar ver el interior aunque estaba un poco alta. Se puso de puntillas pero aún no conseguía ver. Se estiró todo lo que pudo y se apoyó en el marco inferior de la ventana. La madera podrida de la fachada crujió estrepitosamente, desmoronándose, haciendo caer a Virginia a su interior, entre astillas y polvo. A raíz del impacto contra el suelo este también cedió haciendo desaparecer a la abogada en un oscuro abismo, como si una bestia la hubiese engullido.

Abrió los ojos mareada. Puso la mano en su cabeza y notó que emanaba algo de sangre. Apenas podía ver nada. Se encontraba tendida sobre un suelo de tierra. Se arrodillo como pudo tratando de ponerse en pie. Miró a su alrededor. Un leve haz de luz entraba desde agujero que se había formado. Estaba demasiado alto, no llegaría a salir por aquella brecha. Gritó – ¡Ayuda! ¡Ayúdenme!

Notó como sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad de aquel lugar y poco a poco empezaba a vislumbrar formas. ¡Había una mesa! Pensó que podría acercarla a la pared e intentar salir de allí subiéndose a ella. Continuaba mareada, es más, empezaba a sentir nauseas incluso la parecía escuchar un zumbido dentro de su cabeza, como el lejano vuelo de un insecto. Intentó tirar de ella pero no pudo. Por su tacto frío y liso, y tras golpearlo con los nudillos descubrió que era de piedra. Tanteó la superficie y dio un grito al toparse con huesos. Era un fémur. El zumbido tomaba forma en su mente, se elevaba, parecía alguna especie de cántico ininteligible que no le dejaba pensar. Un sudor frío le recorría el cuerpo. Sus ojos ya le permitían ver prácticamente todos los detalles y descubrió que se encontraba rodeada de restos humanos, huesos y ropas. Entró en pánico. Gritaba mirando hacía todas partes, sin saber cómo salir de allí.

Tenía que encontrar una salida. Vio que una parte de aquella sala se encontraba sepultada por más maderas y tierra, el resto de paredes no daban a ninguna puerta. Buscó desesperadamente por aquella sala, temblando. Encontró velas, extrañas piedras, incluso una daga.

Las voces ya eran gritos, le aturdían. Empezó a amontonar las distintas figuras de piedra bajo el hueco para intentar salir de allí. Formó un montículo, pero aún no era suficiente. Exasperada colocó encima dos listones  rotos que habían caído del suelo formando una pequeña rampa que apoyaba en la pared. Se subió. Estaba desesperada. Los listones crujieron. Alcanzó una de las maderas que formaban parte del suelo. Tiró con todas sus fuerzas intentando trepar, notando como su mano se cortaba profundamente. Apretó los dientes notando como un reguero de sangre le llegaba hasta el codo.

Salió al exterior. Por fin las voces cesaron. Se encontraba de nuevo en el jardín, llorando, temblaba. Caminó torpemente y subió a su coche. Arrancó y se fue de allí tan rápida como pudo.

Al verse reflejada en el retrovisor se quedó paralizada. Había envejecido. Parecía tener más de sesenta años. Lo último que sintió fue el estruendo al chocar contra un árbol.

 

 

 


LAS AGUAS NEGRAS por C.G. Demian

La pequeña embarcación se tambaleaba sobre la fría agua de la albufera con cada empujón de la pértiga. La noche me había sorprendido pescando y, en medio de aquella tranquila negrura, me sentía desorientado. Hacía tan solo una semana, regresaba al embarcadero para vaciar la canoa a mitad de jornada. Aquel día, las redes emergían vacías sin remedio.

Debió ser por aquella sustancia negra que se apoderó del agua. Imaginé que era algún tipo de alga, aunque su aspecto era parecido a la pimienta molida. Con los días, todo se fue tornando más oscuro, porque juraría que también el cielo se había ennegrecido, como si su alma se estuviera pudriendo.

Perdido en aquel mar atezado, sin límites ni contorno, en el que el horizonte era tan solo una entelequia para mi mente desorientada, seguí perchando, cada vez más cansado, con el miedo agarrado a mi espalda igual que una pesada mochila.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que descubrí aquellas luces. Eran como pequeñas estrellas rojas que titilaban en mitad de aquella negrura que lo abarcaba todo. Atraído por ellas, igual que una vulgar polilla, dirigí la embarcación hacia las llamas. Todavía no era consciente de lo que allí iba encontrar.

Me escondí en medio de unas hierbas altas, entre las que quedaba completamente oculto. Alrededor de una barraca, se arracimaba un buen puñado de hombres vestidos con largas túnicas de color verde. Cada uno de ellos portaba en sus manos una antorcha. En la entrada del pequeño edificio, había plantado un ser escamoso, de ojos grandes y vacuos, que parecían capaces de distinguir realidades más allá de la nuestra. En cierto momento, me miraron, aunque yo estaba seguro de que no podían, sentí que me traspasaban.

Los hombres de las antorchas abrieron un pasillo y el extraño ser se encaminó parsimonioso hacia la orilla. Se arrodilló y, ahuecando la mano, tomó un poco de aquella agua negra. La acercó a su extraña boca de labios retorcidos y la sorbió ruidosamente. Con un gesto que deformó su horripilante rostro, desdeñó aquel líquido negruzco en que se habían convertido las fértiles aguas de la albufera.

Los hombres de las antorchas se revolvieron inquietos. Sus rostros aterrados fueron el aviso de que algo terrible estaba a punto de ocurrir. El monstruo se levantó y los escrutó con ojos centelleantes. Sus mirada antes vacía, ahora destilaba vida, aunque, tal vez, fuese más correcto llamarlo odio.

Algo no marchaba bien con el agua, aunque, a mi entender, no era necesario beberla para darse cuenta de ello. El miedo me decía que me marchara de allí, pero, por alguna extraña razón, no lo hice, y me quedé con aquel líquido negro cubriéndome hasta las rodillas y aterido de frío. El líder de la secta ordenó a uno de los hombres que extendiera un brazo, de tal modo que este quedase suspendido sobre la laguna. Sacó un cuchillo que escondía en algún pliegue de su toga y le sajó la piel del antebrazo desde la muñeca hasta el codo.

La herida escupió un chorro de sangre tan negra y grumosa como el agua de la albufera. Me horrorizó pensar que había estado comiendo durante semanas el mismo pescado que respiraba aquel líquido a través de sus branquias. Sentí nauseas, todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor.

Desperté en medio del lodazal en que se había convertido la albina. Los dientes me castañeteaban mientras el fango me tragaba hacia el fondo. Se adueñó de mí un pánico atroz. Comencé a bracear, intentando agarrarme a alguna rama o piedra, pero a mí alrededor solo estaba aquella hierba alta que, como una plaga, invadía toda la marisma. Me aferré a un matojo y tiré con todas mis fuerzas.

Cuando reptando, llegué hasta la orilla, me dolían todos los músculos. Entre resuellos, conseguí ponerme en cuchillas. Al doblar la pierna, escuché un chasquido en la rodilla. A continuación, me sobrevino un dolor agudo que se reflejó en mi rostro con una mueca.

Entonces recordé al hombre de piel escamada, rajando el brazo de aquel pobre desgraciado. Ambos habían desaparecido, no quedaba ni rastro de ninguno de ellos. Se me ocurrió que, tal vez, hubieran sido fruto de imaginación, que solo habían sido un delirio producto de mi debilidad. De modos, me acerqué hasta la barraca frente a la cual los había visto reunidos.

En la tierra húmeda de la pequeña isla, cientos de pisadas se entrecruzaban, creando un entramado de caminos que no conducían a ninguna parte. Me colé a través de la puerta abierta. En el interior no se veía nada, ni siquiera una sombra. Caminé a tientas sobre un suelo de escombros, hasta chocar con la pared opuesta. Allí, no había nada, aparte de aquel olor a pescado podrido que, una vez que se te metía dentro, era imposible de sacar.

Recorrí el muro de un extremo al otro, tocándola con la palma de la mano para guiarme. Su tacto era áspero e irregular, aunque inesperadamente seco. Giré noventa grados al chocar con la esquina y seguí avanzando. Encontré la misma pared descascarillada, las mismas grietas y la misma sequedad. Respiré aliviado.

Cuando sentí el tacto viscoso de una mano, grité. Entrar en aquella barraca no había sido una pérdida de tiempo, sino una locura. Corrí dando tumbos, tropezando con los cascotes, arañándome piernas y brazos, pero no me detuve. Seguí huyendo a cielo abierto, sin atreverme a mirar hacia atrás, aterrado por la imagen de aquel cuchillo que había sangrado a aquel desgraciado y que quizás en ese momento persiguiese mi espalda.

Mis pisadas se hundían profundas en el suelo embarrado, entorpeciendo mi carrera. El corazón me golpeaba tan fuerte que no era capaz de escuchar nada más. Finalmente, al borde del agotamiento, alcancé mi barca. Subí a ella de un salto y, con amplios movimientos, perché con todas mis fuerzas. Estuve vagando por la albufera, perdido y con el miedo atenazando mi estómago hasta el amanecer.

Con los primeros rayos de sol, conseguí orientarme y, una hora más tarde, arribé al pequeño puerto donde solía amarrar mi embarcación. Cuando, pisé tierra firme, volví a sentir nauseas y vomité un denso líquido negro.

Desde aquel día, cada atardecer me siento en el porche, frente al agua, para contemplar aquella negrura infinita, para observar cómo se funde gradualmente con la noche. Pero, solo cuando el último rayo de sol se ha extinguido por completo, tengo esa sensación tan extraña.

Ansío que mi sangre se derrame en ella.

 

 

 


LAUREL BROWN por Toru

Laurel Brown deslizó con gracia la pierna izquierda y luego la derecha, saliendo del coche que acababa de aparcar cerca de la entrada de la casa.

Contoneando su cuerpo llegó hasta la enorme puerta principal, introdujo la llave y accedió a la casa.

Enseguida apareció la doncella, recogió su abrigo y su pamela mientras le daba las buenas tardes y volvió por donde había llegado.

Laurel, caminó hasta la biblioteca entonces, abrió un armario y sacó una botella de cristal tallado con lo que parecía licor dentro.  Se sirvió un vaso, sin hielo, y tomo asiento junto a la chimenea. La tarde había sido larga y el pedido estaba por llegar. Tenía que estar preparada para cuando llegase. Respiró, tomo un trago, y encendió un cigarrillo. Los ojos color miel brillaban tras el humo del cigarro, se la veía tranquila. Mentalmente repasaba los pasos una y otra vez. Símbolos se mezclaban con números y colores. De pronto la vino a la cabeza una imagen de su padre en la calle Fleet donde tenía la clínica. Había sido muy feliz con él. Hasta que la enfermedad se lo arrebató. Su padre la había dejado con una buena posición en la sociedad. Le había dejado tanta riqueza que no tendría que mover un dedo en toda su vida. Haberse quedado sola con él parecía que finalmente tenía más ventajas. Desde entonces su posición y los contactos que su padre la había dejado había hecho que tuviera una vida más o menos sencilla. No le faltaban amigas con las que poder fumar, charlar, y tomar una copa de brandy, y por supuesto no le faltaban amigos con los que poder pasar noches cargadas de pasión, lujuria y desenfreno. Y bueno, luego estaba Él.

Unos golpes en la puerta de la biblioteca sacaron a Laurel de sus pensamientos.

— Señora, el pedido ha llegado. ¿desea que lo mandemos llevar donde habitualmente? – Era Margarita, su persona de confianza entre todo el personal. Con la que había vivido muchos acontecimientos, y con la que siempre podía contar.

— Si por favor, Margarita, y ya sabes que lo deben hacer por la puerta trasera. Gracias, enseguida iré.

Margarita asintió con la cabeza y se retiró.

Laurel, se levantó del sillón de orejas, se estiró la falda hasta por encima de las rodillas, se colocó la chaqueta, miró hacia la pared donde un enorme cuadro de su padre cubría gran parte de ella, y atusándose sonrió.

Salió de la biblioteca y caminó por el largo pasillo. Los tacones de los zapatos sonaban con un ritmo constante y fuerte. La mujer pasó varias habitaciones de largo y se detuvo en la tercera de la derecha. Era la puerta que daba a la habitación Azul, así era como la llamaban. Utilizó la llave que tenía guardada en el interior de la chaqueta y entró despacio en la sala.

En toda la habitación reinaban los tonos azules. Paredes azul celeste, marcos de puertas y ventanas blancos, muebles azul oscuro, y una puerta azul verdoso al fondo. En el suelo una gran alfombra marrón clarito, con círculos en las esquinas y rayas que se los unían. No era una habitación, que se viera en las casas de las amigas de Laurel, pero tampoco era una habitación que abriera para muchas personas, ni siquiera cuando hacía grandes encuentros sociales.

Sobre la estantería del fondo, una escultura color crema resaltaba entre tanto azul. Laurel la miraba y la tocó con el dedo índice de la mano derecha. En ese momento, la puerta del fondo fue golpeada.

— Adelante – ordenó Laurel, y se colocó junto a la alfombra delante de la chimenea.

Dos hombres entraron entonces, fuertes y robustos, con trajes negros llevando entre los dos lo que parecía un saco bastante pesado. Miraron a la señora de la casa, y saludaron al mismo tiempo que Laurel les indicaba que lo dejasen sobre la alfombra.

— Margarita tiene lo vuestro.

— Gracias, señora Brown.

Los hombres marcharon por donde habían venido. Laurel caminó alrededor del bulto. Un saco blanco impoluto. Era bastante voluminoso, tenía que haberles costado mucho traerlo hasta aquí. No se dio mal la compra de esta tarde.

Unos minutos más tarde, Margarita entró:

— Señora, cuando me diga.

Laurel la miró, sonrió y le pidió por favor que ya era buen momento.

— Margarita, por favor, trae los candelabros y la tiza y comenzaremos en cuanto lo tenga preparado.

Y así fue, Margarita apareció al momento con una tiza blanca, y con dos candelabros en un segundo viaje con cinco velas cada uno. Los colocó repartidos en la habitación, mientras Laurel trazaba líneas sobre la alfombra alrededor del bulto rodeándolo en un gran círculo. Se incorporó del suelo y parece que buscaba la aprobación de su padre en la habitación como cuando era pequeña y su padre le enseñaba las artes de su clínica. Encontró el rostro de Margarita que la miró, y sonrió.

— Ya está Margarita, avisa por favor a los demás.

Margarita salió, y al instante cinco personas entraron, llevaban túnicas azules como un cielo despejado, tres mujeres y dos hombres. Se colocaron alrededor de la alfombra y Margarita cerró la puerta de la sala, utilizando la llave que solo ella tenía para evitar interrupciones.

Laurel, respiró profundamente, miro a sus invitados, miró al suelo y dijo con voz algo temblorosa:

— Ahora ya sabéis que repetiremos las palabras del libro hasta que llegue el momento.

Hubo un asentimiento generalizado, Laurel cogió un libro que había en un estante, y comenzó a repetir palabras aparentemente sin sentido: “Selendorth. Selendorth, umdata, malaturia, Selendorth”. Todos repetían, las llamas de las velas bailaban como si alguien las soplara suavemente. Y entonces el saco del suelo comenzó a moverse, despacio, lentamente, como si se retorciera, en silencio, solo el sonido que la tela producía al rozar entre sí, o entre lo que hubiera dentro.  Las voces retumbaban entre las paredes de la sala. De pronto lo que parecía un dedo asomaba por la apertura del saco, luego una mano, luego un delgado brazo intentaba hacerse camino hacia el exterior de la bolsa, y luego por fin una cabeza asomó, era una mujer con el pelo de color castaño, despeinada, en su rostro solo se veía horror y más aún cuando miró a su alrededor y seis figuras le rodeaban con rostros desfigurados, con caras que tenían grandes ojos negros, y afilados colmillos salían de la boca. La mujer quiso gritar, y lo hizo, pero el sonido no salía de aquel circulo, rebotando y volviéndose contra ella destrozando todos sus sentidos y paralizándola mientras veía aquellas seis figuras cada vez menos humanas con lo que parecían patas de peludas arañas salir de debajo de los brazos y rasgando las túnicas azules, clavándose en su cuerpo y absorbiendo toda su esencia. La habitación estaba totalmente iluminada por llamas que ya no mostraban las paredes azul celeste, sino unos muros sucios, salpicados de vísceras y barro.

Era media noche cuando Margarita despedía a los invitados, y cerrando la puerta se dirigió a Laurel por última vez esa noche:

— Buenas noches, esta vez se la ve más joven que nunca, tu padre estaría orgulloso.

 

 

 


EL HOMBRE EN LA VENTANA por Julio Videra Reyes

Nunca conocí al abuelo Silas.

Aquel individuo hosco, de rostro severo y siempre ausente, fue durante mucho tiempo todo un misterio para mí. A pesar de mis constantes preguntas, en casa nunca se hablaba de él y mi padre siempre trataba de eludir el tema con una forzada sonrisa en el rostro y excusas de lo más variopintas y rocambolescas.

Contramaestre de buque mercante, mi abuelo llevaba toda la vida viajando alrededor del mundo. Mi abuela, una de esas mujeres hijas de su tiempo, soportó con estoica entereza la crianza de sus tres hijos mientras el tiempo pasaba y la soledad y la tristeza iban esculpiendo poco a poco profundas arrugas en su rostro.

Recuerdo de niño pasar los veranos en aquella casa asturiana al borde de los acantilados y algo apartada del pueblo, donde mi padre y mis tíos se habían criado. Aquel mar oscuro e implacable golpeando la roca sin descanso una y otra vez ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Como los puños incansables y enfurecidos de algún antiguo dios marino cuyo nombre había sido olvidado hace mucho tiempo.

Aquel lugar irradiaba algo difícil de describir, una especie de melancolía vital que anidaba en cada uno de los rincones del aquel antiguo edificio de piedra negra y desgastada. Entre sus paredes, el tiempo parecía discurrir a un ritmo distinto y el más leve sonido se veía extrañamente amplificado, casi como si uno se encontrase dentro de una profunda gruta.

Uno de los recuerdos más vívidos que retengo de aquella época es el de contemplar el mar en plena noche a través de la ventana de mi habitación: Iluminado únicamente por las estrellas, la infinita masa de agua se asemejaba a un oscuro ser vivo que se agitaba y se retorcía palpitante sobre sí mismo. El sonido del mar golpeando las rocas y las lenguas de espuma embravecidas saliendo despedidas hacia la oscuridad del cielo nocturno.

La casa de los abuelos siempre fue un lugar fascinante y evocador a la par que inquietante.

Una fría mañana de invierno, a escasos días de nochebuena, los ojos de la abuela no volvieron a abrirse más. Recuerdo haber escuchado, escondido tras la puerta, a mi padre hablando con el abuelo por teléfono. No soy capaz de reproducir la conversación exacta que ambos mantuvieron, aunque sí que me quedo muy claro que el abuelo no tenía pensado acudir al entierro. Después de aquello decidí no volver a interesarme por él… Al menos hasta el día de hoy.

Estaba en la cocina tomando una taza de café mientras miraba descuidado en la televisión el enésimo enfrentamiento entre los tertulianos de un programa del corazón cuando alguien llamó al portero automático. No recordaba estar esperando ningún paquete así que supuse que se trataría de algún repartidor que se había vuelto a confundir de piso, cosa que por otra parte solía suceder muy a menudo.

La sorpresa fue mayúscula al comprobar que el voluminoso paquete venía a mi nombre. Los repartidores dejaron el misterioso objeto rectangular frente a mi puerta y se marcharon sin mediar palabra alguna.

Ya en el salón, y utilizando un cuchillo de la cocina, lo desembalé con sumo cuidado dejando su misterioso contenido al descubierto; un antiguo óleo de dos metros de alto por uno de ancho.

El marco, tallado en madera y decorado con pan de oro deslucido y ajado, simulaba las olas de algún antiguo mar ancestral. Recorrí con la mano su contorno, notando en la yema de los dedos cada pequeña imperfección que lo recorría. Sin embargo, la imagen que mostraba el lienzo era a la vez lo más fascinante y perturbador del conjunto: Un diminuto islote con un faro. La construcción, de estructura alargada y de un blanco fantasmagórico, contrastaba con la opresiva oscuridad de la noche que lo rodeaba. El cielo, cubierto de nubes ominosas amenazaba con una inminente y violenta tormenta. Olas violentas golpeaban las piedras del islote sobre las que se levantaba el faro, amenazando con derribarlo.

A pesar de su simpleza, la composición irradiaba una extraña fuerza primordial y generaba en mí una hipnótica fascinación.

Un ínfimo detalle en la imagen llamó mi atención, justo bajo el cuerpo óptico del faro se veía el pequeño rectángulo de una ventana iluminada. Mientras me acercaba a comprobarlo más en detalle, el sonido del teléfono me sobresaltó sacándome del ensimismamiento en el que me encontraba.

— ¿Diga? – Respondí con el corazón acelerado y algo contrariado

— ¿Señor Vegas? – Una voz profunda y sin emoción me replicó al otro lado de la línea telefónica. El hombre, sin duda extranjero, tenía un acento que me era imposible identificar.

— Soy yo – Respondí con curiosidad.

— Buenas tardes – Continuó casi de inmediato – Mi nombre es Neal Thomas y le llamo del bufete de abogados Thomas & Black. Supongo que habrá recibido el paquete ¿No?

— Si, ahora mismo, pero…

— Sé que tiene muchas preguntas señor Vegas, pero quiero que entienda que yo soy únicamente el mensajero – Se hizo un incómodo silencio que pareció eterno- El cuadro que acaba de recibir es la herencia que le lega su difunto abuelo Silas en su testamento.

— ¿Cómo dice? – Repliqué con la voz entrecortada.

— Oh, disculpe. Pensé que ya estaría informado del deceso – No se desprendía el más mínimo atisbo de emoción del individuo al otro lado de la línea – Mi más sentido pésame.

Algo llamó mi atención y miré de reojo en dirección al cuadro. La pequeña ventana del faro parecía pulsar con una extraña e inmaterial luminosidad. Tanto el tamaño del rectángulo como la luz que desprendía, fue en aumento conforme me acercaba más y más a la obra de arte. De alguna manera que era incapaz de explicar racionalmente, el cuadro parecía estar cobrando vida ante mis ojos.

— Sin embargo, señor Vegas, aún queda una pequeña formalidad que debemos solucionar.

De fondo, la tormenta estalló de manera violenta sobre el islote, mientras el cielo nocturno descargaba una lluvia torrencial y huracanadas rachas de vientos azotaban el fantasmagórico faro.

— Su abuelo contrajo a lo largo de su vida una serie de deudas. Deudas de esas que no pueden quedarse sin liquidar.

La ventana era cada vez más grande y su luz más y más cegadora. Sin embargo, a pesar del viento que azotaba mi rostro y la intensa lluvia que cegaba mis ojos, pude percibir con claridad como algo antinatural se agitaba entre las rocas del islote, mientras salía arrastrándose del mar embravecido.

— A Seres que no están acostumbrados a no cobrar lo que se les debe…

Al instante me vi a mí mismo mirando a través de la ventana del faro. Abajo, lo que al principio intuí como una única criatura primordial pronto se me mostró como una inhumana y descomunal marea de balbuceantes y grotescas criaturas que soy incapaz de describir con palabras. Los seres golpeaban violentamente la desvencijada puerta de la planta baja con tal rabia y frustración que sus golpes y chichillos llegaban hasta mí a pesar de la violenta tormenta que descargaba en el exterior.

— Buena suerte señor Vegas, ha sido un placer conocerle.

 

 

 


RECUERDOS DE UN EXTRAÑO DÍA por Toru

Surcaba el cielo de la ciudad. Su larga cola daba bandazos a un lado y a otro. De color cobrizo y lo que parecían escamas por todo su cuerpo. En la cabeza sobresalían dos grandes ojos negros y un pico alargado. Cada vez que abría la boca se veían colmillos apiñados puntiagudos y un horrible sonido salía con fuerza y se estampaba contra todo lo que tenía en frente, parecía como si los edificios ondeasen como cuando una piedra cae en el rio. Todo parecía irreal, pero no lo era. Paralizado por el miedo de lo que mis sentidos estaban recibiendo permanecía en la calle casi sin poder estar de pie y apoyado en una farola no podía dejar de mirar a aquel bicho. En las alas tenía plumas marrones, con movimientos rápidos volaba entre los edificios de la ciudad, desapareciendo y volviendo a aparecer. Con cada graznido mi cuerpo sentía descomponerse en el interior.

No daba crédito, pero que demonios era aquello. El cielo se tornó azul oscuro en pleno amanecer. No era normal. ¿Qué pesadilla estaba viviendo? Giré la cabeza y al fondo de la calle una figura intentaba correr hacia la puerta de un hotel. Entonces la bestia apareció desde la esquina de aquel edificio. Fijó la mirada en aquella persona. Intenté gritar, pero me fue imposible, un nuevo grito de aquel monstruo salió por la boca. Mis manos quisieron tapar las orejas al tiempo que cerré los ojos y apreté los dientes… y recé. Caí de rodillas al suelo, entreabrí los ojos como pude sin dejar de presionar las manos contra las orejas, queriendo evitar escuchar aquel sonido infernal, pero sin conseguirlo, y el cuerpo de aquella figura que intentaba huir había sido engullido por el monstruo alado, un brazo sobresalía del pico del bicho mientras levantaba de nuevo el vuelo y pasaba demasiado cerca de mí.

Intenté no mirar atrás, intenté levantarme. Estaba paralizado por el miedo. Un terror que jamás había sentido en mi vida. Agarré la farola, entonces vi que mi mano estaba manchada de sangre. De los oídos salía un hilo de liquido rojo. No entendía nada, ¿Qué demonios era aquello? En la calle no había nadie más. Una vez levantado caminé hacia el fondo de la calle. Algo entonces me llamó la atención, entre el caos y el estruendo originado por aquella bestia una luz blanca se proyectaba desde la ventana del primer piso del edificio de enfrente. Era una luz clara, intensa. No sé porque, pero caminé hacia ese edificio, cruzando la calle lo más rápidamente que pude. Entonces la bestia apareció de nuevo. Nada más abrir el pico el sonido volvió a entrar en mi mente a través de los oídos, quedé paralizado nuevamente, grité como para contrarrestar aquel sonido y el dolor que sentía se apoderó de mí.

La serpiente voladora parece que lo tenía claro. Aún teniendo restos de su anterior víctima colgando de los colmillos yo era su nuevo objetivo. Pegó un giro en el aire y comenzó a dirigirse hacia mi persona. No podía dejar de mirarlo, el fin parecía estar cerca, ¿Qué podía hacer yo frente a aquella cosa que no era de este mundo? Los ojos de la bestia tan negros como el carbón parecían mirarme. El pico volvió a abrirse y no se como conseguí correr. Corrí hacia la puerta del edificio. Corrí como si el mismo demonio fuera a cogerme. Y en cierto modo así era.

Pero no llegué. Un dolor profundo sentí en el abdomen. Como si una aguja me hubiera atravesado desde el ombligo. Miré a mi izquierda y estaba flotando sobre la calle. Miré entonces a mi derecha y estaba dentro de la boca del monstruo alado, podía ver uno de esos ojos negros, y entonces comprobé que estaban huecos, no había esfera, era una negrura infinita. El dolor era inaguantable. Ya no escuchaba el sonido deleznable que salía del interior de aquella monstruosidad. Había una gran calma. Algo que no se correspondía con la situación. Estaba dentro de la boca del bicho y comenzábamos a elevarnos cuando atravesamos la luz blanca radiante que salía de la ventana del primero. Quise mirar a través de ella. Mi mente cada vez entendía menos cosas. El dolor que quemaba en desde mi interior y a través de la ventana varias figuras parecían hacer una danza alrededor de una luz violeta que estaban en el centro de ellos. Las imágenes entraron en la retina y las iba procesando después, mientras volaba sobre los tejados de la ciudad.

La oscuridad llegó. Dejé de ver, dejé de sentir dolor, dejé de oler la sangre caliente que salía de mi cuerpo, y mi mente dejó de existir. Nada había más. Nada quedó.

El cuerpo del señor Smith temblaba en la silla de seguridad. Un auxiliar se acercó rápidamente hasta él. Le soltó el arnés de la camisa de fuerza y lo ajustó, apretando fuerte para que no pudiera moverse mientras le daba un nuevo ataque nervioso.

— Patrick , tranquilo que no ocurre nada – le dijo el auxiliar mientras lo ataba bien – en un rato será la hora de la cena y luego a dormir.

El auxiliar miró a los ojos del señor Smith, una mirada vacía. Unos ojos que parecían mirar al infinito, sin fijarlos en nada, ni en nadie, miraba hacia el techo, hacia la pared del fondo y girando la cabeza hacia la ventana.

Así pasaban los días en la unidad de rehabilitación mental de la ciudad, desde que ingresé. Día tras día todo se repetía, salvo cuando mi sobrina me visitaba, que entonces la nube se retiraba de mi mente, y allí la veía vestida de negro en aquel salón, danzando alrededor de una fuerte luz violeta. Solo en esos momentos había recuerdos dentro de mí y ella parecía saberlo.

— Tío, no debiste entrar sin avisar – me dijo un día – Es peligroso entrar mientras llamamos a Öutortogh, no todo el mundo está preparado tío.

Me acarició una vez más y se despidió con un beso y una sonrisa disimulada.

— Fue una suerte poderte salvar.

Buenas noches.

 

 

 


EL INQUILINO DE ARRIBA por Dácil Munoz Porta

Me duele la cabeza. No es de extrañar. Hace muchos días que no logro dormir bien. No soy una persona impresionable, pero tras la desgracia del inquilino del piso de arriba no he vuelto a ser el mismo. Los rumores apuntan a que fue víctima de un crimen horrible. Las fuerzas de seguridad y sanidad que se vieron involucradas en el caso se vieron afectadas hasta tal punto que cuentan que se han retirado de la vida social para poder recuperarse del dantesco espectáculo que se vieron obligados a presenciar. ¡Exageraciones y chismes! Yo soy un hombre de ciencia muy poco dado a prestar oídos a palabras necias, pero nadie puede controlar su subconsciente y está visto que el mío ha decidido rebelarse contra mí hacia fantásticas ilusiones sin sentido.

En cuanto cierro los ojos comienzan a desfilar ante mí aberraciones humanoides revestidas de pieles escamosas, que recuerdan ligeramente a figuras marinas. Se mueven con andares torpes, pero decididos por las dependencias de una casa muy parecida a la mía, pero, a la vez, muy diferente. Sus ojos inexpresivos resbalan sobre mí como si no me vieran. Unos cánticos extraños, que parecen no provenir de sus labios inertes, llenan mis oídos y se cuelan en mi cerebro produciéndome un agudo dolor que va in crescendo hasta que me despierto presa del terror y envuelto en mi propio sudor.

Curiosamente, los somníferos que yo mismo me he recetado, lejos de darme alivio, amplifican estas pesadillas sin sentido. Tan realistas ya, que hasta me parece percibir un olor a agua y sal mezclado con algo más nauseabundo que no soy capaz de identificar.

Esta situación está afectando a mi pensamiento lógico. La falta de descanso puede acabar con la cordura de cualquiera. La desesperación me ha llevado a pensar en algo que, normalmente, me parecería ridículo, pero a situaciones desesperadas, medidas desesperadas. Estoy decidido a allanar la morada de mi antiguo inquilino para intentar conjurar a mis demonios. Si ha sido este episodio el que me ha sugestionado hasta tal punto, seguramente visitar el lugar de los hechos calmará a mi subconsciente y por fin podré dormir tranquilo. ¡Ah! Una noche sin sueños es lo único que ansío ahora.

Saco la llave del piso de arriba, puesto que al ser yo el dueño del edificio conservo llave de todas las dependencias en uno de los cajones de mi escritorio, y subo las elegantes escaleras de madera hasta la puerta de la víctima. En cuanto vea sus estancias envueltas en la normalidad de una realidad sin extraños monstruos ni espíritus, mi alma recuperará la paz. Es una cuestión científica el hecho de que enfrentarnos a nuestros traumas ayuda al cerebro a procesar mejor los estímulos.

Me cuesta un poco abrir. La puerta está ligeramente atascada. El inquilino tendría que haberme dado un aviso, pero tampoco me extraña mucho que no lo hiciera. Apenas salía de su morada y gozaba de un carácter silencioso y huraño que lo hacía blanco de un sinfín de estúpidos rumores a los que nunca presté oídos. Algo de lo que me arrepentí nada más traspasar el umbral de su puerta. Hubiera sido de ayuda saber algo más del misterioso habitante del piso de arriba.

Lo primero que sentí fue ese olor a mar putrefacto de mis sueños. Así que eso es lo que me estaba sugestionando durante mi sueño. Seguramente, se colaba por mi ventana hasta mis fosas nasales y ayudaba a mi mente a formar los horrores de mis pesadillas. Con un sigilo innecesario, ya que sabía de buena tinta que nadie moraba ya en esa casa, me introduje en el salón, observando cada detalle. El inquilino tenía un gusto extraño y rocambolesco para la decoración. Rayando en el mal gusto y acariciando los límites de una locura oscura e imprecisa. Pero, evidentemente, el aspecto tétrico y oscuro de las estancias no me amedrentó en absoluto. El miedo es un sentimiento irracional. Mis ojos percibían extraños movimientos en las sombras de la habitación, pero mi cerebro no se dejaba engañar por esas meras ilusiones. Así que seguí adelante, curioseando estantes y cajones. Al fin y al cabo, ¿quién iba a quejarse de mi intromisión?

Entonces mis ojos chocaron con un objeto bastante común, pero que, curiosamente, despertaba mi atención. Se trataba de un libro con tapas amarillas que descansaba en una de las mesitas del salón. Lo tomé despreocupadamente con más curiosidad de la que quería admitir. Nada más cogerlo mi corazón comenzó a acelerarse sin ningún motivo aparente.

A medida que pasaba las páginas, las palabras parecían cobrar vida propia y taladrarme más allá de mi consciencia. Algo extraño ocurría a mí alrededor. Algo que no se podía describir con simples palabras. Era como si la realidad se estremeciera y comenzara a tambalearse y a hacerse jirones. Detrás de cada desgarro lograba intuir, más que ver, horrores innombrables que mi cerebro se negaba a aceptar.

Todo mi cuerpo pedía a gritos que soltara el libro, pero mi voluntad se resistía obligándome a pasar una página tras otra, hasta llegar a la última, en la que algo terrible me devolvió la mirada. Sentí como mi cerebro estallaba en pedazos para volver a juntarse de cualquier manera. Mis pensamientos se entremezclaron con palabras irreconocibles imposibles de pronunciar por gargantas humanas y me sentí impulsado por un espacio infinito que escapaba a los límites de la cordura.

De repente, todo estalló en pedazos y me sumí en la oscuridad. Cuando volví en mí, me encontraba en el salón de mi inquilino, tal y como me lo había encontrado al entrar, excepto porque el libro había desaparecido.

Temblando incontrolablemente volví como pude a mis habitaciones. Y nunca he vuelto a salir de ellas. Me paso las horas escribiendo y escribiendo. Tratando inútilmente de poner en palabras mi horrible experiencia. Piensan que he perdido la razón. Y probablemente no se equivocan. De lo que sí estoy seguro es que esas cosas, que se mueven en las sombras de mi casa, son reales y vendrán algún día a por mi alma. No vale la pena intentar escapar. No existe rincón en este mundo en el que pueda ocultarme de ellas. Ruego que vengan a buscarme y acaben con este insoportable sufrimiento. Espero que mis escritos ayuden a la humanidad a entender los horrores innombrables que les acechan sin que ni siquiera lo sospechen.

 

 

 


LA SUERTE ESTÁ EN LA BOLSA por Dácil Muñoz Porta

Los sueños no la dejaban en paz. Se metían en cada recoveco de su mente y parecían llenarlo todo. Empezaron hace escasamente una semana y cada noche empeoraban. La certeza de que la estaban envenenando como la ponzoña que se respira por las calles de Arkham, sumaban urgencia a la misión autoimpuesta de Diana Stanley, pequeña emprendedora que tomó una de las peores decisiones de su vida en busca de la prosperidad de su pequeño negocio. Su camino la llevó de la Liga de las mujeres, la Cámara de Comercio y la Sociedad Histórica a unirse a las filas de La Logia del Crepúsculo de Plata, un club muy exclusivo al que sólo unos pocos privilegiados tenían acceso. Privilegiados… o condenados, depende de cómo se mire. En ese momento, la mujer, con el miedo reflejado en sus ojos y de movimientos nerviosos, se decantaba más por lo segundo. Condenados a conocer la horrible verdad y vivir con ella… y, en su caso, luchar en su contra desde las sombras. Sabe que ha sellado su destino desde el mismo momento en que cruzó las puertas de la mansión de Carl Sanford soñando con la grandeza y la fortuna. Quería triunfar, sí. Pero no a ese precio. El de la sangre y la cordura. No hay vuelta atrás ni tiempo para lamentarse. Tiempo es lo que menos tiene. Siente como se escapa de entre sus dedos como la fina arena de una playa paradisíaca. Inexorable e implacable. Haciendo que el plan avance demasiado rápido.

Ha sido testigo de tanto terribles secretos… Forma parte, para su desgracia, de un organigrama dantesco que manipula los hilos de la realidad y traspasa las fronteras de la mísera existencia humana. Hay cosas que no deben ser llamadas. Hay presencias que es mejor dejar dormir…

Diana no está sola. En su desesperación cruzó su camino con alguien que logró comprenderla demasiado bien, la sicóloga Carolyn Fern, también atrapada por la misma pesadilla que tejía sus insidiosas telarañas de locura en múltiples frentes. A menos, ellas habían unido fuerzas para desbaratar los planes de la logia.

La pequeña figura de la mujer de ciencia apareció ante la temerosa empresaria una tarde gris y pesada, una de tantas en Arkham, la ciudad de las sombras y los secretos innombrables. Se subió las gafas con nerviosismo y fue directa al grano sin perderse en grandes discursos. La habló de Malachi, el paciente que cambió su vida para siempre, y de las pesadillas que lo llevaron a su trágico final, ensartado en uno de los oníricos cuchillos que salieron de su tenebrosa imaginación de perturbado. Fue la señal que necesitaba para tomar la decisión final de unirse a la sicóloga y traicionar a los suyos.

Las pistas que habían ido recabando gracias a la magnífica capacidad de deducción de Carolyn las había llevado hasta ese punto de no retorno. Casi podían acariciar la victoria con las puntas de los dedos, pero unas criaturas hechas de niebla y miedo les habían cortado el paso. Habían pasado por mucho sufrimiento y estaban a las puertas de truncar el infame ritual que había puesto en marcha la logia por un precio demasiado alto.

La sectaria redimida se aprestó a lanzar la consunción concentrando todas sus energías en un solo punto. En su mente se formaron claramente seis símbolos con forma de cabeza. Sonrió satisfecha. Debería ser suficiente contra la horrible aparición. Susurró el hechizo preparándose para pagar el precio por usar conocimientos prohibidos. Sólo esperaba que no fuera demasiado alto. Una imagen de dos tentáculos que se juntan por sus puntas formando un macabro corazón estalló en el aire. Diana miró horrorizada la imagen mientras se iba disipando poco a poco. El engendro rió emitiendo unos sonidos ininteligibles que parecieron desgarrarle el alma a la investigadora. “Maldita suerte” fue su último pensamiento antes de caer en los abismos de la locura. Desde un lugar muy lejano, más allá de nuestra realidad, se oyó una tormenta de terribles juramentos: “Me cago en todo. Puñetera bolsa de caos. Es la última vez que voy con un místico. Me vuelvo a los guardianes para reventar a puños….”

Tony sacó su inseparable colt de calibre 38 de cañón largo, apuntó a esa cosa que se arrastraba hacia él haciendo inquietantes ruiditos de succión y, sin perder la calma, hizo detonar el percutor reventándole la puta cabeza. No tuvo tanta suerte con la criatura informe que apareció en algún punto impreciso tras su espalda. Carolyn no tenía ninguna oportunidad contra el purulento ser y no se lo pensó dos veces antes de intentar desistir y dejar a su compañero a su suerte. Una pena que otro engendro cuya existencia parecía imposible la estuviera esperando por el camino.

De todas formas, habían llegado tarde. Todas las pistas apuntaban a esa ubicación en concreto como lugar de reunión de los acólitos para llevar a cabo su terrible rito, pero, cuando por fin aparecieron en la misteriosa propiedad, sólo encontraron extraños símbolos en todas y cada una de las paredes y ese cadáver deforme, que parecía haber sufrido horrores innombrables hasta su último aliento. No querían ni imaginárselo. Pues ellos mismo habían tenido que presenciar fenómenos imposibles y enfrentarse a criaturas descarnadas en cuya presencia otros, con menos entrenamiento que ellos, no hubieran podido aguantar ni dos minutos sin caer en los abismos de la locura.

El camino hasta allí había sido difícil y habían pagado el precio con buena parte de su cordura, pero no podían abandonar ahora. Debían seguir intentando salvar nuestra realidad a toda costa. Una de ellos arrastraría un trauma mental hasta el día de su muerte, que probablemente sería pronto si se quedaban de brazos cruzados y la suerte volvía a darle la espalda. Y el otro se había ganado esos dolores delirantes que le hacían cojear en los momentos más inoportunos. Nada de eso les iba a parar. Se jugaban mucho.

Tenían claro que en la mansión, que antes fuera guarida de la cofradía, había comenzado algo terrible que había que parar a toda costa.

Un resplandor inquietante inundó el cielo. Nadie podría describir su color. No parecía de este mundo. Debían darse prisa o la realidad tal y como la conocían empezaría a resquebrajarse. No habría salvación para nadie.

— “Venga coge una ficha de la bolsa del caos… Maldito traidorrr.. ejem ejem”

— “¿Que querías que hiciera? Si estas en las últimas. Y va y me aparece ese pedazo de bicho. Miedo me da coger ficha…”

— “Abandonar es de cobardes. Venga. No seas pesado. Que sea lo que dios quiera”

— “Es que ni con tu guardián potente nos pasamos este escenario. Mira que eres de ideas fijas. Yo creo que con Diana ni hubiera ido mejor…”

— “¡Ni me la nombres! Parecía fácil eso de acumular cabezas y una mierda pa’mí. De todas, formas estamos jodidos otra vez. Para qué seguir sufriendo.”

— “Que no, que todo puede cambiar. Venga que me huelo un éxito. Lo huelo, lo huelo…”

 

 

 


EL ESPEJO ROTO por Diego Fernández Gea

Todo comenzó en un día normal de una vida mediocre.

Tabitha Metaxas era profesora asociada de la universidad nacional de Atenas, como la ultima incorporación del departamento de arqueología era oficialmente la persona responsable de ocuparse de las tareas que ninguno de “sus colegas” quería asumir. Aunque nunca lo reconocería, realmente agradecía poder salir del despacho, no tanto por hacer trabajo de campo como por poder descansar durante unas horas a veces incluso días, de los comentarios e insinuaciones de sus compañeros, ser la única mujer de su departamento no le resultaba gratificante.

Así que ahí se encontraba en una excavación que hacia varias semanas se había iniciado y en la que no se esperaba encontrar nada relevante al menos hasta llegar alcanzar los 7 u 8 metros de profundidad y que tras apenas dos metros acababan de hallar unos restos ( que sin duda serian irrelevantes) que por razones legales debía supervisar un arqueólogo.

Armada de paciencia y de mala gana se acerco con el jefe de la excavación al agujero que le señalaba, el hombre se paro a unos 4 metros donde ya se empezaba a adivinar un olor desagradable y se negó a continuar. Cubriéndose la nariz y la boca con el pañuelo que llevaba al cuello, Tabitha se acercó soportando el hedor a duras penas. En su interior semienterrado se encontraba el cuerpo en descomposición de lo que parecía un ser humano, soportando una arcada e inclinándose violentamente para no regurgitar delante de los obreros, se alejó rápidamente de la escena intentando recomponerse.

Media hora después mientras esperaban a que la policía hiciera su trabajo. Ella se afamaba en completar un informe para poder dar por terminado este desagradable episodio de su vida. Esa misma tarde envió a un mozo de la excavación a entregar el informe a la facultad. No obstante tuvo que permanecer en el lugar hasta que la policía termino de examinarlo todo, y atendió al oficial que se había hecho cargo de la investigación el inspector Alcander Zabat un hombre bien parecido de mediana edad y de mirada inquisitiva. Hasta ese momento todo le había parecido bastante normal, pero las preguntas del inspector dejaban entrever que algo no iba como debía. Intrigada por el interrogatorio y una vez finalizado este, buscó a los hombres que habían ayudado a la policía a desenterrar el cuerpo, le sorprendió que todos se hubieran marchado a casa así que pregunto a su capataz que tras varias respuestas evasivas admitió que todos ellos se habían visto sumamente impresionados y habían solicitado marcharse a casa.

Algo confusa, ya que no era habitual que hombres rudos como los que trabajaban en las excavaciones admitieran debilidad y mucho menos que se les concediera permiso para marcharse antes de finalizar su jornada, se marcho a casa.

Su normal y mediocre vida continuó sin sobresalto y prácticamente una semana después se había olvidado del todo del incidente. No fue hasta varias semanas, cuando un colega le dijo que acaban de cancelar el proyecto de excavación por falta de fondos, que recordó tan desagradable experiencia, intrigada por la repentina falta de fondos descubrió que al parecer varios de los trabajadores dejaron de acudir al trabajo, y que al menos tres de ellos directamente habían sufrido problemas graves de salud. Ante esta situación su curiosidad se acrecentó así que llamo a la comisaria para hablar con el inspector Zabat, donde descubrió con horror que el inspector había fallecido. Impactada ante el cumulo de circunstancias funestas, se acerco a hablar con quien fuera que se encontrara en la excavación para saber de primera mano que estaba ocurriendo, su imaginación estaba desatada sobre todo tipo de desenlaces, una maldición, una enfermedad contagiosa, un asesino, para alguien como ella, cuya realidad resultaba tan poco satisfactoria, una situación como esta debía suponer un estimulo especialmente gratificante.

De la excavación apenas quedaba nada, estaban volviendo a colocar la tierra extraída y solo quedaba algunos obreros, tras hablar con ellos le indicaron que el capataz estaba en la tienda ya que no se encontraba muy bien

Apenas parecía el mismo hombre que unas semanas atrás había hablado con ella. Terriblemente demacrado, con mucho menos peso y muy pálido excepto por algunas manchas oscuras en la piel que se podían adivinar en su cara y brazos. El hombre parecía algo confuso y tosía constantemente.

Lo que aquel hombre le dijo nunca se lo contó a nadie, de esa conversación Tabitha salió terriblemente asustada aunque con una resolución clara y con la certeza de lo que debía hacer con aquel espejo roto que el capataz le entrego pocas horas antes de morir. Se trataba de un espejo antiguo de plata que apenas conservaba una limitada capacidad de reflejar una imagen borrosa, pero del que se intuía unas formas que no correspondían con lo que se pusiera frente a el.

Los siguientes días fueron terriblemente difíciles el peso de la responsabilidad le doblaba y el mal que acompañaba a aquel maldito objeto, se cebo con ella, empezando a tener problemas para dormir, comer o pensar en algo que no fuera ese espejo, tras hacer todos los preparativos oportunos consiguió los permisos necesarios para poder acceder al templo de Afrodita por la noche, tal y como le había indicado ese pobre capataz que había muerto y al que ni siquiera había preguntado el nombre.

Esa misma noche se presento en el templo, era la primera vez que accedía a el a esas horas y su aspecto era… diferente. Su desaparecido techo permitía observar el cielo, la estrellas y la luna;
que esa noche brillaba con especial intensidad y con un tono rojizo que le resulto terriblemente inquietante. Tal y como le habían indicado retiró el trapo que cubría el espejo, la imagen que ahora reflejaba resultaba tan nítida como si se viera través de una ventana (y mucho mas perturbadora), había pasado horas puliendo la plata, sus manos encallecidas eran mudo testimonio de su dedicación, las manchas de sangre sobre el una prueba de su esfuerzo.

Cuando la luna inundo el espejo con su luz, un grito ansioso e inhumano emano de el. La hora se acercaba,

— “Tranquilo amo”, susurro Tabitha “tu hora ya ha llegado”

Comenzó a recitar las palabras que resonaban en su cabeza, y su vida nunca mas volvió a ser mediocre….

 

 

 


LA NOCHE PÚRPURA por Ander Pérez

Sería difícil recordar un invierno más duro en Massachusetts como el de 1927. La lluvia y el viento golpeaban día tras día la costa como si de un otoño eterno se tratara y no era muy distinto en la ciudad de Arkham, donde el río Miskatonic amenazaba con desbordarse si no dejaba de subir el nivel de sus impetuosas aguas.

Por el puente que se elevaba sobre el río, caminaba con paso apresurado la joven estudiante Zoe Davenfield, ajena a las conversaciones de quienes se cruzaban con ella murmurando sobre malos augurios y amenazas que no tenían nada que ver con el incontrolable poder de la Naturaleza.

Zoe levantó las solapas de su gabán de lana para intentar resguardarse de la lluvia; su sombrero cloche estaba empapado y por debajo asomaban mechones de cabello negro que se le pegaban a la cara. Elevó su mirada hacia un cielo cubierto de nubes y pensó que parecían enormes vientres a punto de reventar en mitad de la noche.

«Su padre falleció hace dos días, señorita». La voz de la enfermera del sanatorio resonaba una y otra vez en la cabeza de Zoe.

La última vez que habló con el «afamado etólogo» Edwing Davenfield, fue en su despacho de la Universidad Miskatonic, donde él preparaba una expedición cinegética a la Amazonia. Qué ocurrió durante aquel viaje era todo un misterio. Un mes después de su partida, el padre de Zoe regresó a Arkham en estado casi catatónico, sin compañía alguna, ni equipaje. 
 Cuando ella pudo visitarlo en el hospital, el profesor Davenfield solo fue capaz de susurrar «protege el medallón» antes de perder por completo el habla y el contacto con nuestra realidad. Entre los harapos que antes fueron la ropa de su padre, Zoe encontró un extraño colgante. La cadena era de plata, pero aquel medallón, del tamaño de una moneda, no parecía de este mundo. ¿Era metal o piedra? Un círculo de textura fría como el hielo y un relieve en el centro: una estrella de cinco puntas, de forma irregular.

El claxon de un automóvil a punto de atropellarla hizo volver en sí a Zoe. Sin detenerse, miró en el interior de su abrigo para confirmar que en uno de los bolsillos aún guardaba la agenda de viaje que había encontrado en casa de su padre. Según la información que había en ella, el profesor no fue solo a la Amazonia; el nombre de Theodore Riley aparecía varias veces en las anotaciones. Lo sorprendente fue descubrir que el tal Riley era parapsicólogo y Edwing Davenfield nunca se tomó en serio la ciencia de lo oculto. 

Un relámpago rompió el cielo y lo tiñó de un extraño color púrpura. El trueno llegó poco después y sonó como el rugido de un animal desconocido. Las gotas de lluvia picoteaban la pálida piel de Zoe y, por un instante, sintió que le quemaban como ascuas de una hoguera.

Zoe llegó al lugar esperado: Sentinel Street. Frente a ella estaba el Instituto De Parapsicología Riley. Un edificio de estilo victoriano, con la fachada color crema y los tejados de pizarra. Antes de entrar, llevó sus delgadas manos al hueco que quedaba entre los botones abiertos del abrigo y aferró el medallón que reposaba sobre su cuello. Al tocarlo, sintió ese extraño frío siempre constante, como si emanara del interior.

Las piernas le temblaban, ya fuera por el frío, por la ansiedad, o por ambas cosas. No había vuelta atrás; debía descubrir qué había llevado a su padre a la locura. Si Theodore Riley había sobrevivido a la expedición, era solo él quién podría responder a sus preguntas.


Nada más cruzar el umbral de la puerta, aparecieron ante Zoe dos ancianas con aspecto afable. Ataviadas con sendos vestidos beige de manga larga y pelo blanco recogido en un moño, parecían hermanas gemelas.

–Bienvenida a la consulta del Doctor Riley, señorita Davenfield –dijeron al unísono con voz cantarina.

Zoe sintió como su corazón se aceleraba. ¿Cómo conocían su nombre? ¿Acaso la esperaban?

No tuvo ocasión de repetir las preguntas en voz alta. Las dos mujeres la ayudaron a quitarse el abrigo y sombrero mojados y, con un gesto sutil, invitaron a Zoe a que entrara en una habitación al fondo, cuya puerta estaba entreabierta.

–Pasa, querida–oyó decir desde el interior– . No tengas miedo.

La habitación era pequeña y estaba iluminada únicamente por unas velas colocadas sobre un escritorio de roble. Una ventana al fondo, dejaba ver parte de la ciudad de Arkham. 
 Un nuevo relámpago púrpura dejó entrar su resplandor en la estancia y dibujó contra la pared la silueta de un hombre encorvado, tras el mueble de madera.

Zoe dio un paso atrás y volvió a llevar sus manos al colgante. «Protege el medallón».

El hombre se inclinó sobre el escritorio. La tenue luz iluminó su rostro: ajado, arrugado. Una melena de pelo canoso caía sobre sus hombros. Vestía un batín de raso, verde oscuro. No parecía alguien peligroso, al menos físicamente.

–Es… usted, ¿verdad? –preguntó Zoe con la voz rota–. Las anotaciones de mi padre le mencionaban. ¿Qué fueron a buscar a la Amazonia? ¿Qué encontraron allí?

Zoe detuvo su mirada en un detalle que antes había pasado por alto: sobre el escritorio reposaba un gran bulto cubierto por una tela de terciopelo negro y ribetes de hilo dorado.

–¿Te preguntas que es esto, Zoe? –preguntó Theodore con un siseo– . ¿Quieres saber qué buscaba tu padre? ¿Por qué me invitó a acompañarlo en secreto? Tú tienes la respuesta. Y no lo sabes; no lo sabes…

Theodore Riley tiró de la tela de terciopelo con brusquedad. Lo que reveló, hizo caer de rodillas a Zoe, horrorizada. Quiso retirar su mirada de aquella horrenda efigie tallada en una piedra iridiscente. Una cabeza deforme y grotesca; tentáculos que emergían donde debería encontrarse una boca y un cuerpo antropomorfo agazapado, dormido sobre sus piernas. En el centro del cráneo reposaba una pieza de aspecto cristalino, con una hendidura que dibujaba el mismo símbolo que el relieve del medallón de Zoe.
–Esta es la puerta y tu padre, maldito traidor… ¡Intentó quedarse la llave! –exclamó Ridley furioso- . La estuve buscando y ahora… tú me la has traído.
Sin fuerzas para ponerse en pie, Zoe sintió como alguien le arrancaba el colgante del cuello. Las ancianas, vestidas ahora con túnicas de color azabache, se acercaron a la escultura del ídolo indescriptible y, mientras entonaban un extraño canto ininteligible, encajaron el medallón en la hendidura de la talla.

Lo giraron. Y la pieza del símbolo arcano se desprendió.

Fue entonces cuando una descarga eléctrica rompió el cielo con su cegadora luz purpúrea y el silencio retumbó como el mayor de los estruendos. Un zumbido, un ruido sordo; algo que sobrepasaba el entendimiento humano. Los rayos descendieron de entre las nubes y el fuego prendió los tejados de Arkham. Un nuevo rugido, un diálogo de miles de voces guturales, una disonancia musical.

Y a través de aquella pequeña ventana, por encima de los edificios, lo último que vio Zoe Davenfield antes de perder la cordura fue la sombra de un ser inconmensurable, alzándose sobre la ciudad.

 

 

 


LA SANGRE DE UN INOCENTE por Ramón Reig Pons

– Despierta – me dijo Ivanna al oído, con su voz sensual y firme. Los largos cabellos rojos acariciaban mi mejilla. Me removí en el catre. Los otros acólitos ya estaban levantados y ordenaban las sábanas. Hice lo mismo mientras nos sentábamos a la mesa. La cama del Mago estaba vacía. El olor de la comida llenaba el amplio comedor, en donde hacíamos vida conjunta desde que llegamos, hacía cinco días. Sentado a la mesa, podía ver la luz de la luna llena colándose por entre las cortinas. El Mago, ya vestido con la túnica encapuchada con el emblema amarillo, salió de la habitación cerrada con llave donde se encontraba el Inocente, que no podíamos ver hasta el último momento, cuando se presentaría el Sacerdote. Se sentó a la cabecera de la mesa, y los siete empezamos a comer en silencio. Recordaba cómo había llegado hasta ahí…

– Los Sacerdotes han decidido: ¡Estás preparado! – me sorprendió Ivanna. Una sonrisa ancha iluminaba su cara, con los ojos verdes bien abiertos, mientras me abrazaba. Sentía como los pezones se clavaban en mi pecho, mientras le olía los cabellos relucientes y limpios. Me cogió de las manos, recordándome que la participación en un ritual de invocación, era la confirmación de mi pertenencia a la Orden como miembro de pleno derecho. Hasta el momento mi participación se había limitado a charlas informativas en grupos reducidos, estudios de trabajo con Ivanna, y entrevistas con un par de magos y un sacerdote. Me comunicó que aquella misma semana, nos recogerían para llevarnos a la casa de la invocación, donde estaríamos unos días aislados en estudio, aprendiendo y practicando el rito. Su vehemencia era contagiosa, y no dejaba lugar al desánimo, ni a la duda.

– Podemos levantar la mesa – dijo en voz baja Ivanna después de que el Mago se pusiera de pie. Los acólitos nos quitamos los camisones. Desnudos y en silencio, nos dirigimos a las duchas. Me empezaron a zumbar los oídos, seguido de un dolor de cabeza, seguramente por la emoción del momento. El agua caliente me despejó momentáneamente. Hicimos todos una limpieza completa del cuerpo, antes de volver al comedor. Allá el Mago nos había preparado encima de cada litera, la capa encapuchada que nos correspondía a cada uno. Volvió el dolor de cabeza y me puse mi capa. Nos sentamos en las literas inferiores mientras esperábamos el momento adecuado. La puerta de la habitación del Inocente seguía bien cerrada. El dolor de cabeza no se iba y miré hacia Ivanna para decirle que no me encontraba bien, cuando ella me hizo un gesto seco con la mano. Resignado, volví a mis recuerdos…

– Hay una cosa que quiero enseñarte – me dijo Ivanna, levantándose de la cama de un salto. Desnuda como estaba, la luz del sol de la mañana de verano la convertía en una diosa de cabellos de fuego. No hacía ni cinco minutos que estábamos disfrutando de la vida, entre gemidos y gritos, y aquí la tenías ahora, buscando en su extensa librería rústica. Acabé por acompañarla, mientras me hablaba otra vez de sus seres monstruosos, que podían otorgar poderes intangibles a aquellos que los invocaban. Me presentó un libro que aparentaba ser antiguo, en donde había unos dibujos de bastante mal gusto, y unos versículos en una lengua extraña. Abrió el portátil y me enseñó unas fotos hechas de noche, en las que se veía un grupo de gente en círculo alrededor de una mesa de piedra, vestidos con túnicas encapuchadas. En otra había una mancha borrosa dentro del círculo. En la última se intuía como un animal de unos tres o cuatro metros de alto, con diversas bocas grandes, garras y tentáculos. Consiguió capturar mi interés.

– ¡Muévete! – me espetó Ivanna, sacudiéndome por el hombro. El dolor de cabeza no se me pasaba y estaba empapado en sudor. Me levanté, siguiendo el resto de acólitos que ya salían por la puerta que daba al patio. Todos caminando con la cabeza baja, recitando el salmo de la aproximación. Casi me caí al suelo del mareo, y dos compañeros tuvieron que aguantarme, mientras caminábamos hacia el recinto de la invocación. Me limitaba a murmurar la conocida letanía, formando el círculo alrededor de la mesa de piedra. Comenzamos el repetitivo cántico de la preparación, subiendo la voz cada vez más alto. Entre el sudor que me chorreaba por la frente hacia los ojos, y el mareo persistente, veía las cosas borrosas. Tenía la cabeza embotada y me costaba pensar con claridad. Toda mi atención estaba puesta en seguir el cántico. Vinieron a mi memoria otros momentos.

– Perdona. ¿Has visto mi móvil? – me dijo la pelirroja despampanante, levantando la voz para hacerse oír por encima de la música del pub. Sentado como estaba, me ofrecía una visión de primer plano de su generoso escote. La faldilla cortísima no podía esconder casi nada de sus piernas esculturales. Le dije que no, que no sabía nada de su móvil. Me pidió si le podía hacer una perdida para ver si lo oía. Me dictó su número y, efectivamente, la tercera sinfonía de Beethoven se puso a gritar dentro de su bolso. Puso cara de sorpresa abriendo mucho aquellos ojos tan verdes, e hizo una sonrisa de oreja a oreja. Dijo que yo pensaría que era una boba, pero la ponía muy nerviosa encontrarse sola en una ciudad que aún no conocía. Me ofrecí a hacerle de cicerone otro día cualquiera, y me dijo que se lo pensaría. Empezaba a ponerse de pie cuando le pregunté su nombre. Ivanna, me dijo al oído, con su voz sensual y firme.

– No te resistas. Déjate llevar – me dijo autoritariamente Ivanna desde detrás, mientras dos acólitos me subían a la plataforma de piedra dónde se encontraba la mesa. El ruido del cántico era ensordecedor. La piedra de la mesa estaba fría, y transmitía unas sensaciones inquietantes. Estirado boca arriba, agradecí poder relajarme. Las voces enmudecieron de repente, y el silencio que siguió se hizo ominoso por unos instantes. Lo rompió el Mago, con la declamación que iniciaba el acto final del ritual. Le respondió una voz firme y sensual. Los acólitos iniciaron la letanía del sacrificio, mientras Ivanna se ponía a mi lado izquierdo. La luz de la luna la iluminaba con una frigidez tétrica. Entonces vi que vestía una túnica negra, con el emblema en plata. Por encima del cántico, resonó la voz de la Sacerdotisa con la llamada a la aparición, esgrimiendo el cuchillo del sacrificio. Sin dejar la salmodia, seccionó mi yugular. Sorprendentemente no sentía ningún dolor y podía notar como mi sangre corría por encima de la mesa de piedra, desbordándose hacia el suelo. El griterío de los acólitos era atronador. Instantáneamente un remolino se formó detrás de Ivanna, y una luz indescriptible surgió de su interior. En segundos el vórtice se expandió, dejando pasar arrastrándose una figura monstruosa. Sus tentáculos resultaban pavorosamente amenazadores. La inconsciencia comenzó a invadirme, no sin dejarme entrever antes como la enorme boca negra del monstruo, llena de dientes puntiagudos y afilados, se cerraba sobre el torso de Ivanna, seccionando y reventando carne, músculos y huesos, mezclando la rojez de sus cabellos, con la de la sangre, que lo salpicaba todo a raudales. Cerrando los ojos, mientras oía los gritos de los oficiantes, dibujé una última sonrisa, pensando que si mi sangre no había sido de su gusto, tal vez era porqué yo tampoco no era tan inocente.

 

 

 


LA CASA DE CAMPO por Miguel Fas Millán

El Sol se estaba poniendo y los bosques que rodeaban la casa de campo comenzaban a tomar ese color ceniza que parecía transformar a simples árboles en demonios con ramas. No llevaba apenas unas semanas instalándose en su nueva propiedad ubicada cerca de los bosques al sur de Arkham y ya se estaba arrepintiendo de dicha compra. La insistencia de sus familiares para que se quedara cerca de Arkham y su intención de alejarse del bullicio de la ciudad hicieron que encontrara esta casa de campo con vistas a los extensos bosques. Nunca había sido asustadizo pero el silencio de ese lugar y los extraños ruidos que acaecían por las noches estaban empezando a crispar sus nervios. Anoche mismo le pareció ver a alguien del tamaño de un niño, seguramente algún niño curioso, merodeando entre los árboles y aunque esté en contra de las armas de fuego estaba también planteándose adquirir una de ellas como disuasión a posibles robos.

Esa noche cuando se marchó a su dormitorio decidió cerrar con llave la puerta. En su momento le pareció extraño que la puerta de un dormitorio tuviera cerradura pero ahora no le importó. La habitación era junto a la cocina las mayores de la casa, el dormitorio incluso tenía una gran chimenea en él. Y pensando en los trabajos que tenía aún pendientes para acondicionar su nuevo hogar añadió mentalmente el limpiar y traer troncos por la mañana a la chimenea. Después empezó a cambiarse de ropa y dejó las llaves de la puerta en el mueble junto a la chimenea. Más tarde se acostó y apagó las velas. Es imposible de averiguar en qué momento de la noche fue pero un aullido de algo que no era un lobo ni un perro salvaje se escuchó a lo lejos. Esto le despertó sobresaltado y se asomó por la ventana pero con la poca luz que la luna creciente bañaba los bosques contiguos y con los anchos barrotes de hierro forjado de la ventana, no consiguió divisar nada. En su intento de conciliar de nuevo el sueño volvió a oír el aullido un par de veces más, pero tras un largo silencio y el agotamiento de no haber dormido muy bien últimamente hicieron que pudiera volverse a dormir. Pero las pesadillas que estaba teniendo no eran nada comparado con lo que iba a acontecer. Algún tipo de instinto le hizo despertarse. Sudando y con palpitaciones, no recordaba si estaba teniendo un mal sueño o si se encontraba mal. Mientras se encontraba incorporado en su cama e intentaba recuperarse de su estado algo le hizo dirigir su atención hacia el tiro de la chimenea. Algo parecía rascar en su interior. Como por efecto de un resorte se levantó de la cama y con un aumento de las palpitaciones intentó tras varios intentos motivados por unas manos temblorosas encender una vela. Cogiendo la vela se acercó lentamente a la chimenea donde el ruido era cada vez mayor. De repente algo cayó del hueco de la chimenea produciendo el ruido del golpe junto a un gruñido y todo ello acompañado de una gran nube de polvo negro provocado por todo el hollín acumulado durante años en la chimenea. Se alejó lo máximo posible de la chimenea esquivando y a la vez tosiendo por el hollín. Algo se movía y emitía unos gemidos por la habitación pero hasta que el hollín comenzó a caer y el ambiente se despejaba no empezó a ver la silueta de un ser de baja estatura que se movía con movimientos nerviosos de un lado a otro y que parecía no recaer en su presencia. No sabía cómo actuar, la puerta estaba cerrada con llave y saltar por la ventana aunque era una opción era inútil por los barrotes de la misma. Tampoco el pedir socorro, nadie vivía en varios kilómetros. De repente una especie de risa burlona le hizo fijarse en el ser. Este parecía mirarlo mientras agitaba compulsivamente la cabeza de izquierda a derecha. No reconocía bien los rasgos del ser pero parecía burlarse de él. Estaba atrapado y necesitaba salir de allí. Agudizó la vista y encontró las llaves de la puerta con la mirada, momento en el que la mano del ser cogió la llave y mientras este le miraba levantó la mano y dejó caer la llave en su boca tragándosela y riéndose. A continuación comenzó su escalada por el tiro de la chimenea. Boquiabierto ante lo que acababa de ver algo le decía que el que se marchara ese ser no era para tranquilizarse. Su cerebro y su lógica le estaban advirtiendo que se iba a quedar encerrado en la habitación, no podría salir de allí ni por la gruesa puerta ni por la ventana. Así que su instinto de supervivencia le hizo salir corriendo hacia la chimenea. En apenas unos segundos cogió por una de las viscosas patas al ser mientras que tras sacarlo de un tirón del hueco de la chimenea cogió uno de los hierros que servían para atizar la leña y comenzó a golpearlo hasta bastante rato después de que este dejará de agitarse en el suelo. Después se sentó en la cama y esperó a que se hiciera de día.

El cuerpo del ser yacía junto a la chimenea. La cabeza ya no existía y ahora estaba formada por un amasijo de carne y líquidos negros. No quiso mirarlo más, solo con el olor que emanaba de él ya era suficiente para provocarle arcadas. Buscó cualquier objeto que le permitiera forzar la puerta pero la madera era muy gruesa y los remaches y planchas de acero que contenía lo hacían imposible. También forzó los barrotes de la ventana pero pronto descubrió que antes caería la pared que cederían. Pasó la mañana y cuando comenzó la tarde el miedo a una nueva noche en esa casa junto a ese ser y a otros que pudieran entrar por la chimenea hizo que la ansiedad fuera en aumento. Tenía que salir de esa habitación, de esa casa, y alejarse de ese bosque maldito. Por primera vez prefería la aglomeración de gente de las ciudades que la tranquilidad del campo. Andaba de un lado a otro de la habitación sin saber qué hacer hasta que se fijo en el ser. Este tenía en su estómago la solución a sus problemas y el sol comenzaba a bajar. Poseído por un miedo irracional se lanzó hacia él y hundió sus manos a la altura del estómago y comenzó a arrancar trozos del ser en busca de la llave. Un líquido negruzco y otro verdoso se entremezclaban entre la carne y las vísceras pero no encontraba la llave. Cada vez su nerviosismo crecía al no encontrarla. El tener las manos sumergidas en el cuerpo estaba empezando a provocar que la repugnancia ganara a su instinto de supervivencia y cuando estaba a punto de desistir notó algo rígido y supo que era la llave.

Nunca más volvió a salir de la ciudad.

 

 

 


GEMELAS, PALA Y CHISTERA por Raúl Tomás Barrado

Sellaron la caja con la cera derramada por la vela ritual. Dexter Drake batió sus manos en el aire mientras entonaba las palabras del poderoso hechizo…

—¡Un buen galimatías, Dex!—dijo Jenny apostada sobre la puerta de madera mientras sostenía con ambas manos sus gemelas del 45.

—Mientras funcione, como si quiere cantar el himno nacional.—apostilló Willian que aún sujetaba con fuerza la tapa de acero.

El Mago terminó, bajó las manos y algo dejó de moverse en el interior de la caja. De igual manera los extraños símbolos tallados en la superficie de la misma habían dejado de emitir aquel fulgor verdoso. Parecía que todo había cesado… al menos de momento.

—Señor Yorick, fíjese, nunca he cantado el himno, a pesar de haber sido soldado…Pero es que además tengo el oído musical de una maceta.

— ¿Entonces, ya está?—preguntó Willian retirando las manos con cautela de la superficie de aquel contenedor.

Jenny amartilló a sus gemelas con sus elegantes pulgares enguantados. Tanto Dexter como William se percataron del gesto de la señorita Barnes y se pusieron alerta. El sonido provenía del otro lado de la puerta… Era una especie de gruñido, un fuerte resoplido acompañado de un profundo carraspeo gutural… Aquella bestia seguía ahí fuera, esperándoles.

—Es evidente que no está, querido.—respondió Jenny.

Willian empuñó con decisión su pala de enterrador, se preparaba como un jugador de beisbol listo para batear. La mirada desconcertante de Dexter era penetrante e inquisitiva.

—¿En serio, viaja con una pala de un lado para otro, señor Yorick?—preguntó Dexter con socarronería.

—¿Y usted, viste siempre con esa capa brillante y esa chistera trucada, señor Drake?

—¿Podemos dejar la pelea de gallos para otro momento, señores? Lo de ahí fuera sí que discrepa de nuestro actos, así que… qué tal… si le damos una buena paliza…—interrumpió Jenny.

Jenny hizo un gesto a Dexter para que ocupara su posición junto a la puerta. Así ella podía ponerse enfrente y a tiro de aquello que hubiera al otro lado de la misma en el momento de ser abierta. En aquel momento la puerta tembló al ser empujada con brusquedad desde el otro lado por aquella criatura impaciente…

—¿Cuánto queda para el túnel, Willian?—preguntó Jenny.

William descorrió el sucio visillo que cubría la pequeña ventana de aquel vagón. Al no ser un vagón de pasajeros, sino el de los equipajes, sólo tenía aquella ventana como alivio a su estrechez. El enterrador retiró el pestillo y se asomó. William pudo ver como el largo gusano de acero con la locomotora a la cabeza comenzaba a cruzar la oscuridad de un gran túnel excavado en la piedra.

—Lo tenemos encima. Estamos entrando en él.

—¡Estupendo! En cuanto nos quedemos a oscuras, Dexter abra esa puerta tan rápidamente como le sea posible, yo vaciaré a mis dos pequeñas sobre el indeseable «amigo» de ahí fuera y espero que el ruido del propio tren en el túnel cubra mis disparos. ¿De acuerdo?

—¿Y yo qué hago? ¿Le doy con la pala?—preguntó Willian.

—¿O puede cavar una sepultura?—respondió Dexter con intención.

— Muy gracioso…—dijo William.

La oscuridad se hizo en el vagón. Jenny asintió con la cabeza y Dexter abrió la puerta. Detrás se mostró aquella aberración en todo su horroroso esplendor. Parecía un hombre decolorado, con la piel semitransparente y gelatinosa. Goteaba su viscosidad sobre las maderas enceradas. Su mandíbula, desencajada, mostraba una basta cantidad de colmillos alineados y muy afilados. Por otro lado su cabeza era una masa amorfa, calva y venosa. En cambio sus ojos alargados e inyectados en sangre le daban a su aspecto humanoide un claro origen animal…

El sonido atronador de las gemelas llenó de luz incandescente el vagón y de humo el rostro de Jenny. Cada impacto recibido convertía a aquel ser en una masa que gritaba de forma histérica retorciéndose de dolor. Al acabar, el humo, los disparos, y los gritos cesaron casi al tiempo. La luz tenue de los apliques dejó entrever el resultado… La criatura o Ghoul como enseguida identificaron nuestros protagonistas, mostraba en el pecho un agujero del tamaño de una manzana, así como el craneo semi destrozado. De repente, de su boca, salió una rosada lengua bífida de más de medio metro de longitud que se extendió con rapidez en dirección al rostro de la señorita Barnes. Fue en ese instante cuando William, con su machete, seccionó el apéndice viscoso, logrando que cayera al suelo donde se retorció como cualquier vulgar rabo de lagartija. El cuerpo de la abominación se desplomó a los pies de la diletante.

—Gracias, William—dijo Jenny con la voz entrecortada.

—Bien hecho, señor Yorick, aunque tiene que reconocerme que la pala de nada le hubiera servido en este caso…

—Por eso no la he usado, señor Drake. Tampoco le hubiera servido a usted la chistera…

—Por favor, no empiecen otra vez…—interrumpió Jenny.

Un sonido agudo y metálico precedió a un severo empujón que dio con nuestros amigos esparcidos por paredes y suelo. El tren se había detenido con el freno de emergencia.

—Saben que estamos aquí. ¡Bajemos!—concluyó Jenny.

Una vez en el túnel comenzaron los rezos, los cánticos, y las palabras extrañas entonadas como un mantra. Nuestros amigos oteaban en ambas direcciones intentando encontrar el origen de aquel ritual de invocación…

—Sobre el tren.—dijo William.

Los tres se volvieron para contemplar que sobre el largo ferrocarril había una hilera de encapuchados con los brazos en alto. El sonido incomprensible era atronador, y cada vez se hacía más y más grave…

—¿Cuán poderoso es su hechizo de sellado, Dexter?—preguntó impaciente Jenny.

Del vagón del cual acababan de descender los tres aventureros, emanaba una luz verdosa y fulgurante que se colaba por las rendijas, puertas y única ventana con la misma intensidad de un faro de mar.

—Lo están despertando. ¿Veis al líder que está leyendo el conjuro? —añadió Dexter.

—Lo veo, pero estoy sin munición.—contestó Jenny.

—¡Distraedlos!—exclamó William mientras se perdía entre los vagones hacia la parte de atrás del tren.

—¡Esa es mi especialidad!—apuntó el Mago. Se situó a la vista de los sectarios. Algunos al verle, comenzaron a saltar al suelo para darle alcance. Dexter empezó a mover los brazos… masculló el hechizo: «barrera de protección» y de sus manos una luz morada emanó en círculos concéntricos que hizo que se detuvieran en seco sus perseguidores.

Justo en ese instante, William, sin ser visto, se había situado a la espalda del líder. Sujetaba en alto la pala…la cual descargó sobre la cabeza del oficiante en un golpe brutal. Acto seguido el cuerpo sin vida cayó del tren. Willian se apropió rápidamente del libro ritual y se lo lanzó a Jenny. El resto de sectarios parecieron despertar de un trance y todos echaron a correr hacia la salida del túnel. Dexter cesó su magia.

—¡Se acabó. Lo hemos conseguido!—gritó William.

—¡Y ellos también!—exclamó Dexter señalando al final del tren.

El techo del vagón de equipajes saltó por los aires. Aquel gigante verde y tentacular con más de veinte ojos se puso de pie.

Nuestros amigos se miraron resignados. Aquello… sólo acababa de empezar.

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