Bienvenidos a el primero de los cuatro artículos relacionados con el I Certamen de Relatos «El Año sin Primavera». En cada uno de los tres primeros artículos os traeremos 12 relatos del concurso, para finalizar en el cuarto con los tres finalistas con alguna sorpresilla.
Espero que os gusten tanto como nos gustaron a nosotros y que nos dejéis en los comentarios cuales son vuestros favoritos, ya no por nosotros, sino también por la gente que participó e hizo este tremendo esfuerzo.
No me enrollo más, disfrutadlo.
LA INCANDESCENCIA por Alex de la Rosa
Un trueno ensordecedor lo despertó de un sobresalto. Justo antes de abrir los ojos, habría jurado que, por un breve instante, el cielo se había iluminado casi con incandescencia. Por un momento incluso, creyó que por fin se había hecho de día. Pero cuando se incorporó del pútrido colchón y se asomó a través de los barrotes carcomidos por el óxido, no vio más que oscuridad. La misma oscuridad que había reinado durante días. ¿Cuántos días exactamente? ¿Cuándo fue la última vez que vio el sol?
Volvió a sentarse en el mugriento camastro, hundiéndose hasta casi tocar el suelo. Reposó su cara sobre sus manos durante un instante, para terminar de despertar. Y, de repente, las luces se encendieron. Allí dentro daba igual que hubiera o no iluminación. La vista siempre era la misma. Un mar gris de celdas idénticas, repartidas en tres plantas, cobijando a los seres más despreciables de la ciudad de Arkham. Atracadores, asesinos, violadores…y prácticamente ninguno volvería a salir ahí fuera. «Pero yo soy distinto, no he dejado de arrepentirme desde aquél fatídico día», se decía Brad. Parte de su cerebro había conseguido borrar lo sucedido, hacía ya casi 20 años. Pero algunas noches volvía a soñar con aquellas niñas, y la mayoría de las veces, se despertaba horrorizado al creer que se ahogaba en un océano de sangre. «Si sólo me dieran una oportunidad más…».
Un ruido como de traqueteo despertó a Brad de su ensimismamiento. Se incorporó de nuevo y se apoyó sobre las rejas que daban al pasillo. Como él, los demás presidiarios se apostaban allí de pie y casi podía sentir como le atravesaban con la mirada. En la cárcel, existen varias reglas no escritas. No tocar a un niño, es una de ellas. El ruido se acercaba lentamente, con pequeños silencios cada pocos segundos. Poco después, el carrito de los libros apareció enfrente suya. La biblioteca de la prisión de Arkham no destacaba precisamente por su calidad o variedad (por mucho que su antiguo compañero de celda afirmara que allí había encontrado textos que no podría encontrar fuera). Y los mejores libros se los quedaban los primeros reclusos, aunque, más que leerlos, los utilizaran para limpiarse el culo. En el desvencijado carrito de hojalata, lo único que quedaba era una revista estropeada, un diccionario ruso-inglés y un libro de cocina al que le habían arrancado más de la mitad de las páginas. Brad señaló la revista con desgana. Entonces hubo algo que llamó su atención. Aquel guardia que estaba llevando el carro debía de ser nuevo. Era la primera vez que lo veía. Era una mole inmensa, con una espalda casi tan ancha como el pasillo, y unos brazos exageradamente hinchados. El hombre le acercó la revista y se lo quedó mirando un instante, pero de una forma tan intensa que casi lo tiró para atrás. Dos pozos negros y vacíos asomaban en aquella cara deforme y blasfema. Era como asomarse a la locura. Y esa sonrisa de oreja a oreja, con esos dientes amarillos y torcidos, que parecían haber sido clavados con odio en aquellas encías roñosas y malolientes. Brad cogió la revista de un tirón y se apartó rápidamente de las rejas, alejándose de aquel ser todo lo que pudo, hasta que su espalda chocó contra el muro del fondo. El hombre, por llamarlo de alguna forma, no pareció afectado, y continuó su camino sin dejar de sonreír.
Brad tuvo que concentrarse para controlar su respiración, temiendo que le diera un ataque al corazón; su salud se había ido debilitando con los años y en ocasiones, cuando le entraban aquellos ataques de tos tan fuerte que tenía la sensación de que le rajaban las entrañas, pensaba que le quedaba poco tiempo de vida. Intentó olvidarse de lo que acababa de presenciar, pero la imagen se había quedado grabada a fuego en su mente. Miró la revista con asco, pues las huellas de aquel ser debían de estar por todas partes. De todas formas, con la escasa luz que había y con su maltratada vista, poco iba a poder leer. Pero el simple hecho de tener allí consigo algo que le pertenecía, aunque solo fuera durante unas horas, lo hacía sentir bien. Desde que a su antiguo compañero de celda le habían concedido la libertad, uno de los pocos de los que entraba allí que lo conseguía, los libros eran lo único que lo acompañaban.
De repente, procedente de algún lugar que no pudo descifrar, le llegó el sonido de una especie de trompeta, pero mucho más grave; era más bien como un cuerno de guerra, esos que había visto usar en las películas que veía de pequeño. Entonces, todas las luces se apagaron de nuevo. Una atmósfera malsana comenzó a expandirse por el lugar. Los reclusos, nerviosos, empezaron a dar golpes en los barrotes y a gritar obscenidades. Pero pronto fueron silenciados. Un descomunal estruendo, algo parecido a una explosión de dimensiones desorbitadas, que hizo retumbar hasta los cimientos del edificio, dejó todo completamente mudo. Brad perdió el equilibrio y terminó en el suelo. De manera instintiva, se tapó las orejas con las manos y se quedó hecho un ovillo. Dios santo…había sido como si algo hubiese rajado el cielo. Unas gotas gruesas comenzaron a caer ahí fuera y al instante, una lluvia torrencial azotaba con virulencia el edificio.
Brad se incorporó lentamente y a gatas, se dirigió hacia la ventana. Se ayudó apoyándose en el muro y, con un espanto inusitado, vislumbró el cielo. Una esfera azul brillaba con incandescencia detrás de las nubes negras. Una luz que se expandía y se contraía, como si de un corazón gigantesco se tratara. Pero el horror no había hecho más que empezar. Desde algún lugar de ahí fuera que no pudo localizar, ya que los barrotes le impedían sacar la cabeza, comenzaron a llegarle una serie de cánticos que se repetían con un ritmo y un tono monótono. Unas voces que no parecían del todo humanas. Y aquella luz incandescente parecía moverse al ritmo del cántico… ¿o era al revés? En un momento determinado, mientras las voces iban subiendo en intensidad, a Brad le pareció discernir algo parecido a un tentáculo allá en el cielo. No lo pudo asegurar y quizás había sido un engaño de su imaginación, puesto que el cielo estaba plagado de luces y sombras. Pero lo que sí sabía con certeza, es que allí arriba había algo y que no era terrestre. De repente, Brad escuchó un crujido a sus espaldas. Se aferró con fuerza a los barrotes de la ventana para no caerse, pues sus piernas y su cuerpo entero temblaba de pavor como nunca antes lo había hecho. Y poco a poco, como si quisiera evitar que aquello que aguardaba allí detrás se percatara de su movimiento, fue girándose sobre sí mismo. Pero aquella cosa venía a por él. Con un horripilante sonido de succión, una masa deforme y nauseabunda, plagada de pegajosas extremidades tentaculares, se abalanzó sobre Brad sin que este pudiera resistirse.
Y nadie escuchó ni siquiera un grito. Y nadie pudo ir en su ayuda. Pero de haberlo hecho, de haber abierto su celda para buscar respuestas, lo único que habrían encontrado habría sido un océano de sangre y una revista flotando en la que se podían leer dos palabras en su portada:
Weird Tales
LA NOCHE DE LA NANA CÓSMICA por Beh Sam
–¿Dónde vas, Beth? Son las cinco de la mañana… –me habla intentando susurrar pero no lo consigue.
Como era de esperar, nuestro pequeño se revuelve en la cuna. Su llanto resulta extremadamente irritante de madrugada.
–Voy al baño; me duele mucho la barriga. Atiende al bebé –no me doy tiempo a calzarme las zapatillas.
–¿Pero por qué te duele siempre todo? –Se incorpora muy lentamente. Parece que no le molesta en absoluto que haya un niño desgañitándose en la habitación de al lado.
–Alex, tengo intestino irritable, ¿qué esperabas?
–¿No es “colon irritable”?
–A mí el médico me dijo que tenía intestino irritable, pero me da igual cómo se llame.
–Yo creo que te estriñe lo amargada que estás.
No me molesto en discutírselo, pero no por considerar que lleva la razón sino porque, dentro de mí, algo repta hacia el colon descendente deseando salir.
Entro atropelladamente en nuestro único baño y, entornando la puerta con torpeza, me siento en la taza y subo los pies sobre la papelera de pedal. He visto en la televisión que esta postura favorece el tránsito intestinal y, aunque no he llegado a saber si realmente sirve para algo, siempre me coloco de así; un buen placebo no me viene nada mal de vez en cuando.
Frente a mí, tras la puerta entrecerrada y atravesando el pasillo, la voz de Alex calma al bebé con un cuento infantil:
–Esta es la historia de una gran burbuja verde que, en el confín de la existencia, esperándote duerme.
Un relámpago de dolor cruza mi abdomen de izquierda a derecha acompañado de un fuerte rugido. Después de los retortijones, como es habitual, el sudor frío me invade desde el vientre y me provoca intensas náuseas. ¿Podría ser diferente al menos por una sola vez? No.
Me encantaría que la cantinela del final del pasillo se detuviese de una maldita vez y me permitiese centrarme en soportar el inmenso malestar. ¿No pueden callarse los dos durante un minuto?
Agarro con fuerza la goma del pantalón de pijama y, con todas mis fuerzas, exhalando y sobreponiéndome a los mareos, trato de hacerlo salir. ¡El dolor jamás se marchará si no consigo sacarlo!
–Yog está de camino; ya viene hacia aquí. ¡Al fin ha llegado! ¡Está dentro de ti!
¿Se puede saber qué historia le está contando a nuestro hijo? Seguro que trata de asustarlo, como siempre. Es un padre de mierda.
El crío no deja de llorar y yo tengo la sensación de que no voy a poder soportar este dolor durante mucho más tiempo. ¿Me desmayaré? No creo que tenga tanta suerte, pero deseo con toda mi alma poder caer redonda sobre la fría baldosa a mis pies.
–Se orbita a sí mismo enrocando sus esferas, y solo espera que huyas, que sirvas o mueras.
No sé cómo puede hablarle así a nuestro pequeño sin inmutarse. Me volvería loca de rabia si una burbuja de gas no me estuviese recorriendo de lado a lado. ¡El dolor es indescriptible! He empapado el pantalón de sudor pero apretar la goma entre los dedos ya no me alivia. Aun así, siento que, cuando el aire deje hueco, todo será más sencillo. Siempre ocurre lo mismo.
–Reuníos, mortales, contemplad su llegada. El sacrificio hecho carne que fue su morada se ha abierto en canal para expulsarlo hacia el cosmos. ¡Escuchad la llamada! ¡Congregaos junto a Sothoth!
Me queda un último esfuerzo, ¿verdad? Con la mano desocupada me aferro al borde del lavabo. Tengo que apretar todo lo que pueda, aunque muera de dolor. Quizá podría morder algo…
Me armo de valor e intento no gritar. Agacho la cabeza y mordisqueo el cuello del pijama tratando de no pensar en las terribles náuseas que podrían hacerme vomitar en cualquier momento. Está a punto de salir, lo sé. Solo falta un poco más.
–Me encomiendo pues en este rito a tu grandeza. Sea el terror quien me conduzca hasta el cumplimiento de tu voluntad y que esta se haga esta según tus designios. No dejes que fracase en mi cometido y yo pagaré mis deudas con la sangre de los elegidos, pues si fracaso pondré la mía bajo tu poder –el volumen de la voz al final de pasillo se intensifica.
El dolor alcanza su máximo. El frío me inunda desde dentro y me revuelvo tratando de escapar de mi propio cuerpo. Al menos el bebé ya no llora. ¿Habrá terminado Alex al fin de contarle ese terrible cuento?
Me doblo sobre las rodillas y entrelazo los dedos: esto se acaba aquí y ahora. Hago presión por última vez, mareada, invadida por el dolor de cabeza y convulsionada por los escalofríos.
–¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Arropado por un ardiente escozor, rígido como una bala, finalmente abandona mi cuerpo. Si la quemazón no me estuviese matando, no podría ser más feliz.
Reposo durante unos minutos sin alterar la postura esperando que el dolor se atenúe y secándome el sudor de la frente. Quizá alguien quiera venir a ver cómo estoy… Pero eso nunca ocurre; nadie se acerca jamás para saber cómo me encuentro. Puede que esté sangrando, ¿debería mirar?
Utilizo el papel higiénico para comprobarlo. Extraigo fluidos anómalos –los he visto otras veces aunque jamás he sabido qué son–, pero nada de sangre. Me alegro de que sea así.
Tan solo media hora después de haberme sentado en la taza, me incorporo, tremendamente dolorida, y me lavo las manos. Sin gafas no puedo verme en el espejo pero apuesto a que no tengo muy buena cara.
¿Y ese silencio? Al final del pasillo ya no hay cuentos ni llantos. Decido asomarme.
En la habitación del bebé, un escritorio sujeta mi ordenador de sobremesa, dos grandes archivadores y tres o cuatro libros que tengo pendientes de leer. Pero no hay bebé. Tampoco hay ninguna cuna. Da la sensación de que jamás han estado aquí.
Regreso a mi dormitorio buscando a Andy. ¿Andy? No, creo que no se llama así. ¿Puede que Tony? Estoy segura de que tiene un nombre muy corto… ¡Alex! ¡Eso es!
Afortunadamente, ese tal Alex no está en mi cama.
–El tipo de esta noche era realmente molesto –hablo en voz alta porque ¿quién va a escucharme?–. El de la semana pasada me caía mejor.
Me arropo aún entre sudores y cierro los ojos, bocarriba, con las palmas de las manos sobre el pecho. En los destellos de mis párpados, como cada noche, un conglomerado de esferas me observa paciente. No estoy muy segura, pero tengo la sensación de que cada día que pasa se acerca un poco más.
PASTELES DE PRIMAVERA por Lin Carbajales
Las débiles murallas del pueblo habían sido derrumbadas por la incontrolable vegetación híbrida alienígena, que, desde la lluvia de polen de más allá de las estrellas, crecía en todo el planeta, preparándolo para inconcebibles habitantes que aún estaban por llegar. Raíces tan gruesas como troncos avanzaban cada día con su lento reptar, y vainas de frutos luminosos y palpitantes o flores de colores desconocidos cernían sus fauces abiertas sobre los hogares silenciados por el terror, a los que, por su tamaño colosal, podrían devorar de un bocado, si es que se alimentaran de ese modo. Colgaban de tallos y ramas que se unían en celosías verdes, azules y rojas, y cubrían en algunas partes el cielo, sumiendo a los habitantes en las tinieblas. Cualquier vestigio de cosecha había desaparecido, y los animales yacían pudriéndose en los campos, con semillas como puños alimentándose de sangre entre sus vísceras derramadas.
Y por encima de todo se cernía Xaiatto, la fortaleza voladora; una construcción de otro mundo que combinaba metal, carne y savia, con retorcidos torreones rojos similares a garras deformes, y una base de raíces que se agitaban como tentáculos, impulsándola no bajo el agua, sino a través de los cielos.
Desde un balcón de la estructura alienígena, dos seres, ya no del todo humanos, observaban el frondoso paisaje. Sus venas verdosas eran tan gruesas como lombrices, repletas del líquido que los había transformado en encarnaciones de la destrucción, capaces de burlar la muerte. Portaban corazas, pero no emblemas, pues su señor Utarokugga, el dios-babosa de las estrellas, no los necesitaba.
El rostro redondo de Haru, hinchado por el suero, estaba iluminado con una sonrisa. Sus ojos de pupilas diminutas brillaban con alegría.
—Bueno, ya estamos aquí —murmuró.
A su lado, el robusto Fuyu, pensativo y taciturno, no compartía su excitación.
—¿No te cansas de esto? A veces envidio a los aldeanos, por miserable que sea su vida.
Haru parpadeó, desconcertada por aquellas palabras.
—¿Es que quieres morir? ¿O ser pisoteado?
—No, no. Pero la vida de mortal, antes de todo esto, tampoco era tan mala, a eso me refiero. Tenía momentos buenos.
Haru rio, mostrando sus finos dientes cubiertos de espesa saliva burbujeante.
—Nada puede igualarse a este poder y esta libertad. Por eso lo elegiste, al igual que yo —le recordó.
Tras unos segundos en silencio, Fuyu suspiró, melancólico.
—Cuando era joven, antes de que mi familia muriera, solíamos juntarnos todos, siempre que podíamos, para preparar pasteles de arroz con pasta de alubias. Luego nos sentábamos a la mesa y contábamos anécdotas y chistes, y comíamos los pasteles recién hechos. Eran tan dulces… Echo de menos aquellos momentos. En eso estaba pensando.
Haru, con la mirada fija en el poblado, parecía haber perdido el hilo de la historia en algún momento.
—Si quieres pasteles, secuestra a alguien que te los prepare.
Él negó con la cabeza.
—No, no lo entiendes…
—Ya es la hora.
Resignado, Fuyu cargó con su pesado mazo y lo apoyó en la hombrera de la armadura color sangre, cubierta de verdosas picas curvas, similares a púas de rosa. Haru, sin embargo, se desabrochó las correas de su coraza y se la quitó, revelando los nudosos músculos de su cuerpo blanco con vetas verdes. Cuando no consideraba que hubiera una amenaza seria, y casi nunca era así, solía preferir luchar con poca armadura, o incluso desnuda.
Ramas flexibles descendieron en cúmulo desde la fortaleza, enroscándose a otras titánicas plantas que, desde el suelo, se inclinaban hacia ellas, torciéndose en sinuosos nudos. Ambos semihumanos bajaron deslizándose sobre el puente viviente y, al llegar a la base, saltaron sobre hierbas hinchadas que se retorcían como dedos anhelantes, en una colina desde la que aún se podía contemplar el pueblo, más abajo y casi enterrado en flora.
Fuyu comenzó a descender la cuesta. Pronto fue adelantado por Haru, que corría a grandes zancadas. Su tsurugi forjada con metal alienígena parecía una extensión de su pálido cuerpo de melena blanca. Se escurría como un felino a través de cúmulos de monstruosos tallos que Fuyu tenía que rodear. Daba la impresión, errónea, de que se hubiera criado entre aquella exuberancia de otro mundo. Su compañero la perdió de vista pronto, y cuando alcanzó las viviendas, los gritos y sollozos ya inundaban el aire, y el humo y la sangre salía de los umbrales de puertas rotas, en cuyo interior solo quedaban los restos de la destrucción.
Vio cómo Haru, un borrón blanquecino que se desplazaba a toda velocidad, embestía el portal de otra de las casas. Él optó por unos hogares que se situaban tan solo unos metros más atrás, parcialmente escondidos por el laberinto de plantas, y que parecían aún intactos.
Llevó a cabo su tarea con la resignación de un trabajador hastiado. Sus víctimas huían, luchaban o se encogían de terror. Todo era igualmente inútil. Fuyu aplastaba cabezas y torsos como un campesino segaría el trigo, con su mente en blanco, vaciada a la fuerza de clemencia.
Salió de la cuarta o quinta casa, aturdido por el hedor de la sangre inocente que invadía sus fosas nasales. Escuchó a través de la multicolor amalgama vegetal a los rechonchos insectos recolectores, que ya se acercaban agitando sus cimbreantes tentáculos inferiores, para guardar restos humanos frescos en sus panzas transparentes. Excepto por su suave zumbido, a Fuyu le pareció que sus alrededores estaban extrañamente silenciosos, y se dio cuenta entonces de que no había vuelto a saber nada de Haru después de haberla visto entrar en aquella casa. Imaginó que se estaría recreando con algún tipo de tortura, pero decidió que era mejor comprobar que todo estuviera en orden. No tardó en encontrar el lugar, del que no se había alejado mucho, y que reconoció con claridad gracias a una especie de enredadera amarilla y velluda que le había llamado la atención.
Tras el umbral, halló lo esperado: una familia masacrada. Un chico joven yacía desnudo sobre ropas rasgadas, su cuerpo mutilado de una forma especialmente cruel. Sabía, más o menos, lo que Haru le habría hecho: ya la había visto, en incursiones anteriores, satisfacer su sadismo de la forma más metódica. Se esforzó en no pensar demasiado en ello.
La guerrera salió de una habitación trasera. Su piel estaba empapada de sangre, que goteaba de su barbilla y sus labios, y de su entrepierna. Sus brazos estaban tan rojos como si los hubiera sumergido en una cuba de vísceras. En aquel momento no cargaba con la espada: sus manos estaban ocupadas con algo que devoraba con evidente placer. Eran pequeños pasteles, no muy diferentes de los que Fuyu conocía. Masticando uno, se dirigió a él.
—Estaban en la alacena. ¿Quieres? No sé si son como los que dices tú, ¡pero están deliciosos!
GUARDIANES por Felipe Gallardo Romero
El pequeño Alex creyó descubrir lo que era el miedo el día que vio a su padre embarcar en el George Washington, en la fría navidad de 1917, para llevarlo a Europa a combatir contra los alemanes. Nadie le explico a aquel desconsolado niño que lo que sentía podía llamarse ansiedad, preocupación, o estrés, pero no miedo. Son sensaciones que casi nadie llega a diferenciar, pero Alex no fue uno de esos afortunados.
Cuando un sordo estallido lo despertó aquella madrugada, cinco años después del final de la Gran Guerra, no necesito que la puerta de su habitación de abriera violentamente, ni que el encapuchado lo arrancara de la cama y le pusiera un sucio cuchillo en el cuello, para que las garras del verdadero miedo se incrustaran en su joven corazón.
Sin contemplaciones fue arrastrado al salón de la vivienda. Allí, varios de aquellos hombres embozados rodeaban a su padre. Walter Jarvis, militar condecorado, había logrado deshacerse de dos asaltantes. Sus cuerpos yacían desmadejados en el suelo. En su mano, el cañón de la fiel Colt humeaba ligeramente. Pero antes de poder efectuar otro disparo, el grito de advertencia del agresor que agarraba a Alex lo detuvo en seco.
— ¡Para! O le rajo el cuello a tu hijo. –
Walter dudo un instante. Desvió la mirada a la puerta que daba a la cocina. Desde su posición, Alex solo atinaba a ver parcialmente una cabeza de largos cabellos rubios reposando en un charco de sangre. No necesito más para saber que era su madre muerta. Sintió que las fuerzas de sus piernas le abandonaban. Pero de alguna manera, preparado para lo peor, logro mantenerse inmóvil.
— Sabes que no dudaremos – Insistió el hombre al percatarse del titubeo del soldado.
La mirada de padre e hijo se encontraron. No sería la última vez que lo harían en esa noche aciaga. Ni tampoco la última vez en que Alex se sobrecogería ante la mezcla de determinación y miedo que vio en los ojos de su padre.
Walter dejo caer el arma, que fue recogida rápidamente por uno de aquellos hombres. Sin muchos miramientos, los Jarvis fueron conducidos al exterior de la vivienda. Más de aquellos asaltantes los aguardaban. Formaban un semicírculo en el campo de cultivo más cercano al edificio. Y en su centro, el que debía ser el líder, vestía una túnica tan blanca que, al reflejar la gran luna llena que dominaba el cielo, parecía brillar en la oscuridad de la noche. Cuando los dos grupos se unieron por fin, cerraron un círculo alrededor de sus víctimas, que fueron postradas de rodillas frente al hombre de blanco.
— ¡Por el amor de dios! – exclamo Walter al reconocer a su atacante – ¡¿Que has hecho?!
Había más de reproche que de sorpresa en las palabras del ex- soldado, como si de alguna forma, hubiera sabido que algo como esto ocurriría tarde o temprano. Con gesto pausado, el hombre se deshizo de la capucha revelando su rostro. Alex se sorprendió al reconocerlo también. Se trataba del tío Harold. Su padre les había contado que había muerto en Europa, en un asalto a posiciones alemanas.
— Dijiste que te quedabas para acabar con ellos. – gruño su padre mientras se erguía hasta quedar frente a su hermano.
— Y fue mi intención – respondió con escalofriante tranquilidad – al menos al principio. Pero con cada miembro que neutralizábamos. Con cada cubil que limpiábamos… la verdad me fue revelada.-
Involuntariamente Walter escudriño la oscuridad en busca de alguna cara conocida, intentando quizás de retrasar lo inevitable.
Si, son tus hombres – contesto a la pregunta no formulada – la mayoría en todo caso, otros los hemos ido reclutado con el tiempo. Todos han leído los mismos libros que yo, han vivido las mismas experiencias que yo. Todos conocen la verdad y saben lo que debe hacerse. –
— Estás loco.- se limitó a sentenciar el padre de Alex.
— Todo lo contrario. ¿Recuerdas aquella noche? Por supuesto que la recuerdas. ¿La noche que por casualidad dimos con el culto? ¿La noche en que casi morimos pero aquella bruja lo impidió, a pesar de que eso nos dio la oportunidad para matarlos a todos? ¿Recuerdas sus palabras? “Su linaje es la llave. Sus vidas guardan la puerta que sellara el futuro de la humanidad. Su sangre es poder, y no debe ser derramada en vano”. ¿Y sus ojos? ¿Recuerdas aquellos ojos blancos sin pupilas? Todo lo que dijo era verdad. Todo y más. Y ha llegado el momento de que el culto cumpla su destino.-
Los sectarios, como movidos por una voluntad única, habían expandido y desplazado el círculo, dejando al grupo en un vértice. El que llevaba la pistola de Walter permaneció al lado del niño. El resto, inicio un extraño cantico, en un idioma ininteligible, que helo la sangre de Alex.
Todo fue muy rápido.
El cuchillo de plata centelleo un segundo al salir de entre los ropajes del líder sectario. Pero siempre alerta, Walter desarmo y acuchillo a su propio hermano. Alex cerró los ojos esperando que en cualquier momento le descerrajaran un tiro que nunca llego. Al abrirlos, el mundo había cambiado. En el centro del círculo, se había abierto el portal. Una circunferencia perfecta de luz granate que, como si de un prístino estanque se tratara, dejaba ver con perfecta claridad lo que había al otro lado. El inhumano ojo los miraba desde el mas allá, y era casi tan grande como el propio círculo. Paralizado por el miedo, Alex se limitaba a observar con impotente horror como unos enormes tentáculos surgían del resplandor, y a modo de garras, tiraban del portal para hacerlo más grande, para permitir que aquello cruzara.
— ¡ALEXANDER JARVIS! – grito su padre, sacando al niño de su agónico ensimismamiento.
A su alrededor todo era caos. Algunos hombres seguían recitando el cantico, pero la mayoría gritaba o lloraba de horror. El sectario de la pistola intentaba arrancarse los ojos con sus propias manos. El exsoldado recogió el arma y la uso para noquearlo antes de volver a dirigirse a su hijo.
– Pase lo que pase a partir de hoy, tienes que ser fuerte. Solo tú podrás alterar el destino.
Padre e hijo se miraron. De nuevo esa mezcla de pánico y decisión en los ojos del hombre. De nuevo ese miedo atroz en el niño, premonición de un último acto de desesperación.
La Colt rugió una vez más cuando Walter se la apoyo en su sien. Su sangre salpico en el antinatural portal, volviéndolo al instante de un tranquilizador azul brillante, antes de que desapareciera con una sorda explosión de aire.
La mayoría de los sectarios yacían muertos o con su cordura tan dañada que jamás volverían a ser una amenaza. Pero unos pocos comenzaban a recuperarse. Sin saber muy bien porque, el niño se enfundo los guantes anteriormente blancos de su tío, ahora de un perfecto rojo debido a la sangre que los cubría. Luego, lentamente, gateo hasta el cadáver de su padre, y con ternura, recupero el arma de entre sus manos.
Alexander Jarvis se puso en pie, con fuerzas renovadas, encarándose a los sectarios, sabiendo que nunca volvería a sentir miedo.
ÚLTIMA NOTICIA por Javier Ojeda Osma
“A quien encuentre estas breves notas, escritas de cualquier manera y a lo loco para que sea capaz de hacer justicia del destino que me alcanzará de un momento a otro con la única y angosta esperanza de que sea leve e indoloro.
Me pongo en contacto con usted, desconocido lector de mi trabajo, pues no me queda más remedio que estampar las memorias que ahora están en mi mente y dudo ser capaz de transmitir de una manera que no sea la escrita pues mi oficio y mis formas no solo han marcado mi personalidad, si no también mis hábitos de conducta. Después de tantos años sentado frente a una máquina de escribir, mi letra parece temblar cuando empuño la pluma, la única arma que me queda y espero me acompañe hasta el último de mis momentos.
Mi nombre es Sebastian Sorrow y, si todavía no ha pasado el suficiente tiempo desde mi muerte, quizá sea capaz de reconocer mi nombre por los diferentes artículos que he dedicado en multitud de periódicos a lo largo y ancho de la costa este. Ahorraré el resto de la presentación, ya que esta no tiene mayor interés que otorgar la capacidad al lector de dar con mi familia para poder comunicarlo mi fatídico y cruel destino.
Hace unos cuantos meses, comencé a realizar un profundo trabajo de investigación. La llegada de una extraña carta acompañada con un símbolo me dejó lo suficientemente perplejo como para querer indagar más y más en el tema en cuestión. Ahora, una vez pasado el tiempo, desearía haberla quemado antes de abrirla para dejar a los espíritus en paz debido a que ahora vagan a mi alrededor evitando que pueda descansar. Venía sin ningún tipo de remitente, aquello no era extraño. Muchos de los soplos que recibo suelen ser anónimos. En cuanto a aquella extraña runa tallada en la piedra, solo puedo decir que esa estrella de cinco puntos emitía un poder místico extraño provocando sensaciones que jamás había sentido. Si tenía alguna duda sobre si debía analizar el contenido de aquel sobre, aquello consiguió llamar mi atención lo suficiente como para lanzarme a la macabra aventura que llegó a continuación.
Por desgracia, no conservo la nota en mi posesión, pues probablemente la perdí en una de las muchas persecuciones o huidas que se convirtieron en cotidianas cuando comencé a indagar lo suficiente para entender qué había más allá. Sin embargo, todavía conservo aquella piedra con la estrella cincelada. Siento que me da fuerzas y es todo cuanto busco en este momento. Podemos resumir el contenido de la nota como una especie de advertencia llamativa acerca de unos extraños rituales en la parte más septentrional del estado en el que me encontraba y del cual no revelo su nombre para salvaguardar la fortuna de los que me suceden. Sé que la curiosidad es poderosa, pero el precio a pagar es demasiado alto.
Partí de inmediato sin coger mucho más que mi cámara fotográfica y la valentía exigida para soportar problemas de índole paranormal. Poco he de mencionar del trayecto en coche hasta aquel lugar ya que no ocurrió nada que merezca ser evocado en este momento. Aquel pueblo parecía maldito. Ni un alma vagaba por las calles cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, no obstante, por la noche los sonidos azuzaban en la oscuridad acosando a todo aquel que fuera capaz de oírlos. Ninguno de los vecinos quiso ofrecerme la información que andaba buscando desde el principio. Aquel recelo campesino chocaba con mi trato urbano que requería las respuestas con pasmosa inmediatez.
Dejé de intentar encontrar las respuestas en las personas y, tragándome todos los temores que me habían producido las apenas dos noches que había pasado en la única posada que había en el asentamiento, me adentré en el bosque tratando de hallar la solución al enigma que el universo mismo me planteaba con tanta insistencia. Al caer la noche, una espesa niebla dificultó en gran medida la visibilidad, inutilizando mi cámara por completo. Traté de moverme con un sigilo prudencial, dada la naturaleza desconocida de mi objetivo. La maraña creciente me daba la oportunidad perfecta para pasar inadvertido fuera cual fuera mi objetivo. Los ruidos y gritos demoníacos provenían del interior de la vegetación y, cuanto más me acercaba, más se me helaba la sangre.
Un grupo de personas estaba recogido en círculo. Unas túnicas escarlatas fue todo cuanto pude diferenciar en los ropajes que vestían. En el centro, un agujero se hundía en la corteza terrestre llegando a un lugar en el que prefiero no pensar mientras escribo esta carta. Un enorme bramido sobrenatural surgió de él y no pude evitar tragar saliva ante lo que estaban a punto de contemplar mis ojos. Un hombre, completamente amordazado y con los ojos vendados fue arrastrado hacia dicho orificio. Los sectarios comenzaron a murmurar sonidos indescriptibles y cuya traducción escrita desconozco. Tras unos instantes, arrojaron su cuerpo, aún con vida, como sacrificio. Unos segundos después, el doloroso grito volvió a retumbar en mis oídos. Una enorme mano monstruosa cruzó por el boquete. Cogí la cámara como pude. Los nervios me jugaron una mala pasada y resbaló de mis manos cayendo al suelo y exponiendo mi posición ante los fanáticos. Me vi en un terrible aprieto. Comencé a correr hacia el pueblo con todas mis fuerzas sin dejar un segundo para mirar si todavía me perseguían. El miedo se había apoderado de mi cuerpo y guiaba mis acciones como un siniestro director de ópera. De una forma u otra llegué de nuevo al pueblo. Sin pensarlo dos veces me metí en el coche y arranqué como pude para marcharme y no volver. Fui capaz de ver extrañas figuras cuando abandonaba la población y, uno de los suyos que parecía hacer guardia en la salida por carretera sufrió el destino de ser vilmente atropellado sin remordimientos.
No trato de encontrar el perdón en esta carta, pero lamento todas y cada una de las acciones que todavía hoy me pesan. Llegué de nuevo a mi hogar y la extraña tranquilidad que me había abrazado se esfumó por completo cuando noté que unas extrañas sombras me seguían en mitad de la noche. Siento que mi futuro no es el único que está en peligro, pero todo esto escapa a mi lógica y comprensión. Lo único que me queda es aceptar lo que me llegará más pronto que tarde y dejar constancia de ello como he hecho siempre, firmando en el final.”
Sebastian Sorrow.
LLAMA DE ESPERANZA por Javier Ojeda Osma
Era imposible saber qué ocurriría aquella noche… Mi paseo nocturno diario parecía completamente en orden siendo únicamente alterado por algunas gotas de lluvia que golpeaban en mi tosco sombrero y chaqueta raída. Como de costumbre, los locales habían cerrado hace varias horas y los únicos transeúntes que ofrecían algo de compañía se resumían en una lista infinita de delincuentes que trataban de traficar con alcohol de contrabando, además de sus compradores los que, como sombras en la oscuridad se deslizaban y desaparecían con el cargamento para evitar ser cazados por las patrullas que rondaban la zona. Yo, por mi parte, caminaba sin rumbo con un triste cigarro del tabaco más barato que pude encontrar. Aquel olor que desprendía se había impregnado a mi ropa y tanto los gatos callejeros como las ratas que reptaban por la alcantarilla me rehuían cuando me olfateaban. Me gustaría decir que había sido el perfecto plan para esquivar a las alimañas, no obstante, era mi terrible situación económica quien había tomado aquella decisión por mí. De todas formas, estaba satisfecho con el resultado. Las gotas empezaron a filtrarse humedeciendo mi pelo más de lo que me habría gustado, el invierno todavía no había llegado a su máximo apogeo, pero el frío ya había decidido presentarse por la ciudad de la mano de un viento helador que traspasaba toda la piel hasta llegar a los huesos. Decidí resguardarme bajo el primer edificio que pude. No me importaba esperar unos minutos a que el ritmo de aquella borrasca disminuyera, simplemente extendí el brazo para coger otro cigarrillo de los que tenía en el bolsillo derecho de mi pantalón. Levanté el mechero, el ruido del encendedor se camufló con el incesante y tenebroso sonido que el agua repetía una y otra vez al golpear el suelo. No se encendió. Tampoco en el segundo intento. Suspiré y me resigné. Levanté la vista solo para asegurarme de mi soledad. Me encogí de hombros y extraje una pequeña petaca que conservaba para estas ocasiones. Había sido un mal día, después de todo lo necesitaba. O al menos pensé en eso justo antes de dar el primer trago. El líquido se deslizó por mi garganta produciendo un resquemor al que ya estaba fielmente acostumbrado. Dejé aquel recipiente de metal de nuevo en la parte interior de mi chaqueta, cerca del corazón. Algunos prefieren colocar una pitillera, pero el alcohol te puede dar el valor que necesitas para seguir adelante. Un enorme estruendo hizo que girara mi cabeza hacia un cruce que había a varias calles de distancia. Corrí hacia aquella localización a la máxima velocidad que pude solo para encontrarme con un coche empotrado violentamente contra el edificio.
Mi vista se centró en buscar supervivientes. No había nadie dentro del vehículo. Doblé en la esquina más próxima y al aquello vomité instantáneamente. El ardor volvió por mi boca y mi angustia se intensificó. Una extraña criatura voladora parecía devorar con intenso placer los restos de un cuerpo humano. Algunas prendas de ropa yacían esparcidas de cualquier forma por el suelo. Di varios pasos atrás. Traté de controlarme y respirar. Una nueva arcada brotó inconscientemente de mis adentros. Cuando aquella bestia innombrable y maligna terminó con su horrendo festín levantó lo que parecía ser su cabeza con un apabullante crujido que empapó mis oídos con un ruido que jamás había escuchado. La lluvia caía por el cuerpo informe y se mezclaba con la sangre que todavía estaba en su deformada boca. De pronto, el olor al tabaco de baja calidad no me pareció tan malo. El eco retumbó el gemido que realizó antes de volver a alzar el vuelo. Mi instinto de supervivencia me dio una única indicación: corre. El suelo resbalaba de manera antinatural como si el universo se hubiera puesto en mi contra. Aguanté con la mano derecha el sombrero para que no saliera volando mientras evité mirar a mi espalda por lo que pudiera ocurrir. Grité. Grité como un loco en busca de un salvador invisible que acudiera en mi rescate y acabara con la pesadilla viviente que pretendía convertirme en el segundo plato. Casi choqué con un par de policías. Me detuve en seco y, poniendo las manos sobre mis rodillas comencé a jadear del cansancio. Traté de explicarlo como pude, pero los nervios provocaban que la única manera de expresarme fuera una sucesión de aquejados balbuceos. Los miré a los dos a los ojos cuando escuché de nuevo aquel berrido aterrador. Los aparté de en medio como pude y continué con la carrera por mi vida. Gritos angustiados. Busqué un lugar en el que poder esconderme y dejar de pensar en la monstruosa abominación que me perseguía. Por suerte, una pequeña puerta se encontraba a varios metros en la calle de enfrente. Sonreí antes de lanzarme a la entrada a mi salvación, pero ahí no acabaría todo.
La indomable criatura impactó contra mí antes de que pudiera llegar al otro lado, lanzándome por el aire varios metros. Noté como se me habían roto unas cuantas costillas, no obstante, traté de levantarme como pude para evitar el segundo envite. Sin éxito, fui enviado contra la pared de un edificio. Alcé la vista al cielo esperando poder encontrar la paz que no había logrado en vida. La lluvia había cesado por completo. Lamentándome, trate de volver a ponerme en pie, apoyando mi mano derecha en una caja rústica abandonada que tenía el lado superior forzado dejando a la luz varias botellas de licor. Me aferré a una de ellas como pude y la tragué mientras la abominación se acercaba a mí, saboreando el momento. Cogí el resto de ellas y comencé a lanzárselas, esperando impregnarla de alcohol. Los choques del vidrio contra su cuerpo no parecían tener el mínimo resultado, sin embargo, su piel parecía estar cubierta de aquella bebida que preferí no consultar dos veces antes de lanzarla. Súbitamente, aceleró el ritmo lanzándose con sus tenebrosas garras por delante.
Aquel momento era todo o nada. Cogí aquel encendedor que me había fallado antes. Tenía que funcionar. Debía hacerlo. Con la mano derecha traté de provocar aquella chispa que me libraría de la más horrenda de las muertes. Primer intento. Segundo intento. Tercer intento. Cuarto…
LOS OJOS DEL SILENCIO por Raúl García Castro
Nunca me he sentido más feliz que rodeado de los gorjeos, trinos y reclamos de las aves. Es por ello por lo que me mudé a una casa terrera en medio de la Sierra del Guadarrama para poder disfrutar de sus sonidos constantes. Supongo que prefiero la compañía de los abejarucos, carboneros y zorzales a la de mis congéneres.
Una noche de persecución a un esquivo búho real, el último rapaz que me faltaba en mi cuaderno de campo, me hizo contraer una pulmonía que me tuvo dos semanas anclado en casa. Todavía recuerdo su chuchear como mofa a mi derrota.
Durante esos días de enclaustramiento, recupere mi afición a la lectura y al porno en alta definición. Durante la visualización a altas horas de la noche de uno de esos vídeos lujuriosos, de repente la imagen se tornó negra y en ella comenzaron a aparecen miles de puntos blancos titilantes.
A pesar de mi frustración, no podía apartar los ojos de la pantalla, cual águila imperial acechando a un pequeño conejo. No recuerdo cuánto tiempo estuve frente a la extraña negrura, incapaz incluso de parpadear o de concentrar mi mente en algo que no fueran las brillantes luces que aparecían y desaparecían ante mi.
En algún momento me debí caer de la silla, puesto que desperté a la mañana siguiente en el suelo de terrazo. Nada más incorporarme noté que algo extraño ocurría a mi alrededor, pero no sabía decir el qué. Al abrir el grifo del lavabo para lavarme la cara, conocí el motivo de mi desazón. Veía el agua fluir a borbotones, salpicar mis manos, ¡pero no podía oír nada a mi alrededor!
Acudí a la consulta del doctor atravesando el silencio de las bulliciosas calles. La buena noticia era que la pulmonía había remitido y me daba el alta médica. La mala, que no sabía si mi sordera se podía deber a un efecto secundario de dicha enfermedad, al golpe sufrido durante la caída, o a cualquier otra condición que además causara los síntomas de nieve visual que le describí.
Salí consternado de la consulta y, en parte debido a mi ensimismamiento, en parte a mi sordera repentina, no me fijé al cruzar la carretera en un ciclista que venía embalado hacia mi. El golpe me lanzó por los aires y mis ojos no dejaban de fijarse en el pingüino que aparecía dibujado en el maillot del ciclista. “¿Está usted bien?”, me dijo asustado el hombre. Mi sonrisa debió descolocarle… ¡volvía a oír! Mi semblante volvió a ensombrecerse cuando después de un par de minutos volvió el silencio total, tras lo que rechacé al ciclista y a su ayuda y salí corriendo hacia mi casa.
A pesar de la incapacidad de los doctores para identificar la causa de mi afección, no me fue difícil volver a mi rutina diaria. Comencé a utilizar el transporte público para desplazarme y mi trabajo como bedel en el Congreso solo me exigía breves intercambios verbales con los compañeros y asentir con educación a los saludos de los diputados.
Me alentó el descubrir que el dolor me hacía recuperar brevemente la capacidad de audición. Un pellizco me proporcionaba unos segundos, pero un pequeño corte me permitía unos minutos de normalidad. Empecé a vestir chalecos de punto; en sus bolsillos y en los de los pantalones llevaba pequeños cortaplumas para los momentos del día a día en los que necesitaba salir del silencio para escuchar algo. Además, llevaba compresas ingeniosamente pegadas a distintas partes del cuerpo para evitar que la sangre me delatara al cortar bajo ellas.
Pasaba la mayor parte de los fines de semana en el ahora silencioso bosque. Tener las aves a mi alrededor me seguía trayendo paz, aunque no pudiera escuchar el tamborileo del pico picapinos, el crotoreo de la cigüeña o el canto del ruiseñor. Al documentar en mi cuaderno de campo algún ejemplar, a veces anhelaba oír su trino. Para estos casos, antes de salir siempre hacía una visita a la caja de herramientas con el fin de variar mi rutina de dolor.
Hace un mes, me desperté aterrado al comprobar el estado de mi cuerpo lacerado y magullado. Decidí no abandonar el silencio a no ser que fuera totalmente necesario. No obstante, tras dos días aislado de los sonidos de mi alrededor, comencé a notar una sensación extraña dentro del silencio. Lo que inicialmente era una ligera percepción de extrañeza, al pasar las horas se convirtió en una incomodidad asfixiante que procedía de allá a donde mirara. Horrorizado, me arañe el cuello hasta hacerlo sangrar al comprender que ¡era el mismo silencio el que me observaba!
Cada vez me cuesta más permanecer en el silencio, la desazón me sobreviene cada vez antes y me estremece la certeza de sentirme la víctima de un escrutinio ignoto. He dejado caer la caja de herramientas sobre mi pie izquierdo; me he debido fracturar un par de falanges lo que me inflige un desagradable dolor constante que se acentúa cuando camino. Con esto sobrellevo los días, pero las noches siguen siendo de pesadilla, despertando perturbado en cuanto me relajo al conciliar el sueño.
Tanto mental como físicamente estoy hecho un guiñapo, he escondido todos los espejos de la casa ante la imposibilidad de sostener la mirada del decrépito rostro que me encuentro en ellos. Ni las salidas al bosque me proporcionan solaz con este silencio enloquecedor y me cuesta encontrar a mis queridas aves; incluso el curioso herrerillo parce que me evita.
Esta mañana he llamado al trabajo para decir que hoy no podía ir, que no me encontraba bien. Solo he podido mantener la apariencia de normalidad durante la interminable conversación hurgándome con un bolígrafo un húmedo corte en la pierna.
Allá donde miro solo veo dolor y éste ha dejado de ser causa de alivio. No tengo fuerzas para ir más allá y acabar con todo, ¡me niego a ser consumido por esta irracionalidad! Respiro hondo, reposo mi marcado cuerpo en la cama y me preparo para enfrentarme a los ojos del silencio.
EL DESCONOCIDO por Alonso Expósito Escrig
Le llamo “el desconocido”, he decidido bautizarlo de esta manera. Solamente sé que es un hombre o eso fue lo que me dijo el dueño de este cutre apartamento, que lo iba a compartir con un hombre pero que era una persona solitaria, extranjera, que no me iba a traer problemas la convivencia. Tres días no son suficientes para saber si decía la verdad.
Dicen que tu hogar es donde vives pero yo no sé si considerar a este sitio mi hogar. El desconocido no sale de su habitación cuando yo estoy en las zonas comunes, no sé qué hará cuando me voy a trabajar pero mientras yo estoy en el resto de la casa, no abandona las cuatro paredes de su cuarto.
Esta mañana he descubierto que desde el baño puedo ver la ventana de su habitación, no me había dado cuenta hasta ahora de que si asomo la cabeza en diagonal puedo ver la ventana del cuarto del desconocido pero cuando lo he hecho me he topado con una intimidad resguardada tras unas cortinas echadas.
En la cocina no he podido evitar observar con curiosidad un frasco de cristal que hay en un estante, contiene algo asqueroso en su interior, no sabría describirlo, parece una masa con tentáculos, una parte de algún animal marino, un nauseabundo conjunto de algo indescriptible que no he podido mirar con calma. He apartado mis ojos lo más rápidamente posible sin poder razonar lo que he visto, me repugna, me da asco, me resulta insoportable pensar en ello y estoy cansado. Tengo sueño.
¡Diablos!, está claro que lo he oído, me ha despertado en mitad de la noche, primero me pareció parte de una pesadilla, después que venía de la calle y ahora tengo claro que proviene del apartamento. Es una especie de cántico, un rezo, una canción entonada como en susurros, con una inquietante sonoridad melódica, que aunque no entiendo, tiene una repetitiva armonía. Me he levantado y cuando la cerradura de mi puerta ha hecho ruido ha cesado el cántico, al dejar de oírlo me he sentido asustado.
Creo que ya vine al baño con esta idea en la cabeza aunque ahora quiera engañarme a mí mismo diciéndome que se me acaba de ocurrir. He apagado la luz del baño después de orinar y he pensado en mirar por la ventana para intentar observar la habitación del desconocido. Hace frío, mi rostro siente un latigazo cortante al sacar la cabeza al exterior, llueve intensamente, la lluvia me empapa. La noche está muy desapacible pero la luz que proviene del interior de la habitación me deja ver algo que se va revelando como sombras definidas.
El dueño tenía razón, es un hombre alto con una extraña vestimenta. Una ropa de una pieza que le cubre todo el cuerpo. Está sentado observando algo sobre una mesa y veo que es un libro abierto. Coge el libro y me inquieto con un ligero escalofrío al verle mover los labios. Está leyendo en voz alta o por lo menos mueve la boca para leer las páginas del libro, vuelvo a meter la cabeza en el interior del baño. Necesito secarme.
Cojo mi toalla y me seco el pelo empapado. No hay duda, ahora se vuelve a oír el cántico y el sonido está claro que lo produce esta persona que está leyendo en voz alta. El desconocido entona un canto que ya se me hace familiar.
Vuelvo a mirar por la ventana, su boca continúa moviéndose, lee con calma, yo diría que con devoción, sin interrupciones, como si lo que canta en la oscuridad de esta fría madrugada fuera lo más importante del mundo. Un rito, una ceremonia, un modo de comunicarse con sus propias creencias. Por fin cierra el libro, lo deja en la mesa y alarga sus manos con otro objeto entre ellas. No para de llover.
Es el frasco, el frasco que encontré en la cocina, su silueta se adivina claramente entre las manos del desconocido, lo vuelve a depositar en la mesa, lo abre y para mi asombro mete una de sus manos en el interior. Cuando veo que coge la asquerosa masa tentacular no puedo evitar emitir un pequeño grito de horror.
¡Dios, me ha oído!, ha girado su cabeza y ha mirado hacia dónde estoy. No, no me lo he imaginado, ha mirado hacia aquí. Torpemente me he retirado de la ventana, mi pelo está empapado pero no tengo frío porque el corazón me va a mil por hora y eso aletarga el resto de mis sentidos, cierro la ventana.
Salgo a oscuras del baño lo más rápido que puedo, voy hacia mi habitación, busco la llave en el bolsillo de mi pantalón, la introduzco en la cerradura, doy dos vueltas a la llave y abro la puerta mientras oigo lo que creo que son los pasos del desconocido. Me da tiempo a entrar, cierro la puerta tras de mí, le oigo mascullar algo pero no entiendo lo que dice.
Respiro aliviado al entrar en mi refugio, pego mi espalda a la puerta, ahora le oigo claramente, oigo sus pasos que avanzan y después se detienen, noto su presencia al otro lado de la puerta, mi habitación está a oscuras, toda la casa está a oscuras. Acerco el oído a la puerta y escucho su respiración agitada y después le oigo como se mueve por la casa, sus pasos suenan como si recorriera el espacio que hay desde la puerta de mi habitación hasta el baño, parece que tras llegar allí vuelven hacia mi habitación.
El pulso se me acelera, tengo miedo. Haciendo el mínimo ruido me arrodillo delante de la puerta y miro por el ojo de la cerradura, me cuesta acostumbrarme al tamaño del limitado campo de visión pero pasado un momento veo al desconocido entre sombras. Está ahí, frente a mí, no distingo claramente sus facciones. Es alto, bastante más alto que yo y también está arrodillado examinando el suelo, solamente está plantado de rodillas delante de mi puerta mirando a su alrededor. Se agacha y toca con sus manos el suelo mojado, después mira hacia mi habitación y se levanta. Le pierdo de vista.
Estoy temblando, aparto mi rostro de la puerta, cierro los ojos, estoy aterrorizado, me ha vencido el miedo, el terror me domina. Me alejo desconcertado de la puerta, sigo arrodillado, las piernas me fallan, me noto débil, me caigo hacia atrás, perdiendo el equilibrio, justo cuando le oigo empujar la puerta, cuando veo el picaporte girar y abrirse dejando pasar al desconocido hacia mi habitación.
Desde el suelo, en una postura ridícula, totalmente dominado por el horror puedo ver su rostro, intuir las facciones extranjeras de un hombre de mediana edad que viste una especie de túnica blanca, la piel ligeramente oscura y su mirada fija hacia el lugar donde me encuentro. Dice algo que suena amenazador. Entonces me fijo en su boca, ¡su boca está manchada de sangre!, un trozo de la sustancia pulposa todavía asoma por entre sus dientes, me resulta nauseabundo, me petrifica por completo todo el cuerpo, siento arcadas. Definitivamente, pierdo la consciencia derrotado por el terror que me invade. El terror a lo desconocido.
Active el PROTOCOLO SHELLEY por Borja Alonso Alonso (participa fuera de concurso por haber sido publicado en otro certamen)
Ruge el teléfono. El hecho de que el aparato no esté conectado a la red, sino que sus circuitos arcanos se hayan cincelado en bismuto, anuncia que hay trabajo. Descuelgo.
—El paquete ya debería haber llegado, agente Godwin. Confirme.
El buzón de la puerta del apartamento escupe un sobre marrón. No escucho pasos al otro lado, y eso que la tarima de madera del rellano está diseñada para que se queje como una vieja con artrosis ante el paso de un jodido ratón.
—Lo tengo, Inspector —confirmo—. Entonces, ¿qué será esta vez?
—Fuga de seguridad tipo C+. Active el PROTOCOLO SHELLEY.
Me trago una maldición y cuelgo. A continuación saco dos paquetes de tabaco y empiezo a quemar los cigarrillos, uno tras otro. Cuando mi cuchitril ya parece la carbonera de un tren me levanto y asalto el mueble bar. En ningún momento pierdo de vista el sobre abultado que hay en el suelo, y tras beberme el equivalente a un coma etílico, lo reviso. Dentro encuentro el informe de la operación, un rollo de hilo quirúrgico grabado con runas nanométricas y el material de limpieza. Todo instrumental de primera, maldita sea.
***
Detroit posee agujeros realmente infectos. Soy consciente de ello cuando entro al bar abandonado que indica el informe. La mitad de las bombillas no funcionan. Hay graffitis por las paredes y el serrín cubre el suelo. El resto de la decoración parece escenografía robada de algún festival metalero. Probablemente así sea.
—¿Fuma? Creía que lo tenían prohibido —dice una voz.
Es mi contacto. Lo he visto nada más entrar, pero me hago la sorprendida. «Hay que guardar las apariencias», pienso. Está sentado en un aparte. Me acerco.
—Agente María Godwin.
—Grey. —Me tiende la mano. La ignoro. Arruga la nariz—. ¿Ha bebido, agente?
El tipo hace honor a su alias: traje gris de dos piezas. Usa gafas de sol, cosa que odio, pues retrasa bastante la identificación. Abre una carpetilla y me enseña unas fotos del Himalaya, así como las imágenes de unas estatuas espantosas que parecen hechas de cuero. Está hablando de Ghatanothoa, el primogénito del Gran Cé. Este dato me permite descartar la mitad de las opciones sobre qué clase de entidad tengo sentada justo delante.
Le pido que me explique de qué va esto y el tipo habla por los codos. Sigo notando algo raro en su voz. —Y no es su acento—. Cuando lo tengo claro le digo que necesito ir al baño.
—Claro. Tome el tiempo que quiera, agente. Queda toda noche por delante.
Me levanto y entro en el que debe ser el baño más sucio de Detroit. Estoy en esa película, Trainspotting, solo que aquí el yonki es bastante más peligroso. La rapidez es crucial. Giro los grifos hasta la posición niágara y con un permanente edding-500 negro empiezo a trazar diagramas arcanos en las paredes y en el suelo, frente a la puerta. Diría que estoy tan nerviosa que el pulso me golpea la cabeza, pero mentiría. En cuanto termino el último esquema los niveles táumicos de entropía se disparan. Puedo notarlo, y por lo tanto, eso también es capaz.
Saco mi revólver. Cinco balas grabadas con un enlace Tesla-Hawking, ideal para atrapar en un campo de contención al Mi-Go que tengo a menos de diez metros. Escucho un siseo, así que preparo el arma. Cuando se alinee sobre el diagrama…
«Un momento. ¿Como que un siseo?»
BANG.
«…acento raro…»
BANG.
«…no ha pronunciado ni una sola vez la ese…»
BANG.
«…estoy jodida. No me estoy enfrentado a lo que yo creía…»
BANG.
Las balas vuelan sobre el diagrama, lo activan y atraviesan la puerta. Pero la trampa no estaba preparada para el señor Grey, así que doscientos kilos de músculo y escamas revientan la madera y se fuman mis guardias. Ojos sin párpado, boca llena de colmillos. El hombre serpiente se abalanza sobre mi, me rodea y empieza a constreñirme.
—¡Sseñorita…! —sisea. Su cabeza se eleva hasta ponerse a mi altura—. El PROTOCOLO SSHELLEY esstá en Detroit. ¿Dónde lo esscondeiss, monitoss?
—¡Que te den, maldita culebra! ¡No te diré nada! —Noto las costillas a punto de reventar—. ¡Tu maldito dios seguirá bien muerto en el Amazonas!
—¡Assí que ess cierto! —Abre sus ojos viperinos—. Sse que no hablará, agente… Pero tranquila, loss mioss pueden llegar a sser muy perssuassivoss…
Como salga de esta pienso pasar por el departamento de gastos la media tonelada de tabaco que he fumado y el cargamento de whisky que llevo encima. Toda esa mierda ha enmascarado mi olor al hombre serpiente. El sirviente de Yig abre las fauces y me suelta una dentellada en el hombro. Grito al notar como sus colmillos atraviesan la chupa y se clavan en mi piel, en mi rugosa y callosa piel, inyectando un veneno paralizante que…
…que no me afecta un carajo.
La criatura reprime una arcada, chilla y una espuma negruzca brota de su boca sin labios. Su cuerpo escamoso se retuerce de dolor. Me intenta volver a morder, pero logro soltar la presa y le arreo una patada. Siento cierto placer al verla agonizar, lo reconozco.
—El protocolo es un mecanismo de defensa, culebra idiota. ¿De verdad creíais que teníamos escondida una máquina para revivir a vuestros malditos primigenios? ¿Aquí, en Detroit? —Río. Me quito la chupa con cuidado, y con aún más tiento me desabotono la camisa y revelo un cuerpo femenino que se parece al sofá de un local punkarra. Estoy llena de remiendos, partes que no son mías; todo mezclado en un cóctel nigromántico jodidamente tóxico y venenoso. Mi brazo está hecho un asco, pero tengo un par de repuestos en el frigo—. Supongo que llamarlo PROTOCOLO MARY SHELLEY era demasiado evidente.
El hombre serpiente intenta lanzar una dentellada agónica, pero para entonces ya he agarrado mi pipa y le he plantado un tiro en la cabeza. Estalla un festival de sangre y vísceras. En este caso no hay nada de magia de por medio, tan solo un tándem de pólvora y nitrocelulosa.
LA PRESA por Estefanía Alonso García del Río
Tengo que hacerme con esa bestia. Tengo que matarla, llevar su piel, colgar su cabeza de mi pared, descubrir a qué sabe su carne. No puedo más. No sé ni cuánto tiempo llevo vagando por este bosque. Creía que lo conocía como la palma de mi mano pero todo cambió hará cuatro días. ¿O quizás hace cinco? Estoy perdiendo la noción del tiempo. Todo por esa maldita lluvia pegajosa. No sé cuánto hace que cayó pero es lo único que consigo recordar.
Iba por el bosque, por este bosque que llevo recorriendo desde niño, tras una presa. Llevaba en mente un jabalí o unos cuantos conejos. ¿A quién quiero mentir? En realidad me daba igual lo que se cruzara por mi camino: disfruto haciendo lo que hago, lo he hecho toda la vida y prima en mí la tradición. No consigo recordar cuánto tiempo estuve vagando, buscando huellas, ojo avizor, sólo recuerdo que empezaron a caer gotas. Lo primero que me extrañó fue que el cielo estaba totalmente despejado hacía unos instantes. Miré hacia arriba y solo pude distinguir sombras entre las recién arremolinadas nubes antes de que aquellas gotas viscosas me cayeran en los ojos. Me limpié rápidamente pero el escozor fue instantáneo. No podía ver. Saqué la cantimplora a tientas y me rocié todo el contenido en los ojos. Poco a poco se fue aclarando mi visión y pude constatar que la extraña lluvia había dado paso a una bruma repentina que se fue espesando por momentos. Proseguí con mi tarea.
Fue al cabo de un rato cuando lo vi a lo lejos: al principio me pareció un ciervo, pero… No podía ser, era de un color morado pálido, ¿acaso la lluvia de antes había dejado secuelas en mi visión? Cerré los ojos, me los restregué con toda la fuerza que consideré necesaria y volví a mirar. Era morado, no había duda. Saqué mi escopeta. Sería la envidia del club de caza. Me pagarían una buena suma por este ejemplar. Mi adrenalina se aferró fuertemente a mi estómago cuando el ser giró su cara hacia mí: su cara no era la de un alce, sino que tenía rasgos primitivos. Sus ojos se clavaron en mi, parecía que estaba leyendo mi alma, que me conocía. Se podría decir que su cara se asemejaba a la de una persona, si no supiera la locura que es comparar a cualquier ser con un humano. Admitiré que dudé por un breve instante, pero mi naturaleza ganó la batalla, apunté y disparé.
No sabría decir con exactitud qué ocurrió después, pues como por arte de magia desapareció entre la bruma que persistía. No se fue corriendo, ni siquiera se movió del sitio: simplemente se desvaneció. Supongo que la bruma se lo tragó, entorpeciendo mi visión. Corrí hacia el sitio donde hacía un instante había estado aquel ser, rezando porque hubiera acertado, pero como temía, no había habido suerte. Desde entonces no puedo dejar de pensar en esa bestia. ¿Qué era? ¿Hacia dónde había ido? Investigué el lugar buscando una pista pero sólo conseguía toparme de nuevo con mis propias huellas, hasta que me di cuenta de que no sabía dónde estaba. Estaba en el mismo bosque, pues era imposible que me hubiera alejado tanto como para adentrarme en tierras desconocidas y, además, la sensación era familiar, pero no conseguía ubicarme. Llevo desde entonces acampando el mínimo tiempo posible, apenas descansando, pero sé que le tengo que dar muerte o la locura vendrá a por mí y quizás seré yo el que acabe muerto.
¡Otra vez mis malditas pisadas! ¿Es que acaso estoy perdiendo facultades? ¿Es que la maldita lluvia me ha dejado ciego? Al final va a resultar que los malditos ecologistas tenían razón con toda esa historia del cambio climático. No sé dónde estoy, tengo hambre y creo que sueño también aunque la desesperación hace que ni siquiera lo note. Juro que cuando encuentre a ese engendro le voy a meter una bala por el culo y le voy a despellejar mientras aún está vivo. Eso si antes no me saco los ojos, ¡no aguanto más este escozor!
¡Un momento! No puede ser, veo al cabronazo a lo lejos. Está al lado de lo que parece un lago, pero no lo logro distinguir por culpa de esta maldita bruma que no cesa. Le veo en la misma posición que lo descubrí la primera vez, de espaldas, pero sé que es él: ese color es inconfundible incluso a ojos de alguien que está perdiendo la cordura y la visión. Me agacho, me vuelvo invisible. Cojo la escopeta y apunto. El engendro se gira y me mira, exactamente igual que la primera vez, dejándome ver su inquietante cara antropomorfa, cuyos ojos parecen ser conscientes de que estoy aquí, de que le estoy contemplando. Rezo una rapidísima oración, esta vez no puedo fallar: Dios aprieta pero no ahoga. Cojo aire y al soltarlo, disparo. Mi adrenalina se dispara también, no siento nada, sólo a la bestia, que extrañamente no se ha movido: aún sigue ahí, en la misma posición. ¿Es que acaso he fallado? Juraría que no. Aprovecho que la bestia no se mueve y me acerco sin hacer ruido. Soy invisible. Debo estar muriéndome de hambre porque el dolor que siento en las tripas es inhumano. Apunto de nuevo y vuelvo a disparar. Esta vez le he dado, estoy seguro, no he podido fallar. Lo constato al verle desplomarse mientras me desplomo yo también.
Ya en el suelo, el dolor brota de mí junto con la sangre y se agolpa en mis entrañas y en mi cuello. ¿Qué demonios está pasando? No me importa, tengo que acercarme a la bestia, tengo que verle de cerca. Me arrastro como puedo mientras en mi interior se acumula una mezcla de rabia, alivio y un dolor del que cada vez voy tomando más consciencia. Le tengo a un palmo y puedo ver como aún respira. Es duro el cabronazo. Saco de mi cinturón, como puedo, el cuchillo para rematarle, me posiciono junto a su cabeza y de repente me encuentro cara a cara con ese rostro antropomorfo… que es el mío. ¡No puede ser! ¿Qué broma es esta? Retrocedo como mi maltrecho cuerpo me permite y ruedo, cayendo de pleno en lo que yo pensaba que era el lago. No sé lo que es pero desde luego no es un lago y no es de este mundo. Ya no estoy en este mundo. Mientras una fuerza contra la que no puedo luchar me arrastra hacia abajo, mi sensación es la contraria y sólo distingo a mi alrededor una densa bruma, igual que la que me ha acompañado los últimos días, pero del color púrpura de mi adversario. Mis antes cegados ojos ahora pueden ver con claridad el cuerpo del animal, que ya no parece sino un ciervo común, inerte junto al mío propio, compartiendo la muerte como dos hermanos de causa.
LOS VIAJES CÓSMICONÍRICOS DE ISMAEL por Román Sanz Mouta
Ismael se acuesta. Se duerme. Se delecta. Se proyecta.
Es arrancado de esa vía etérea el onironauta con brusquedad. Para ser llevado a juicio, al que tuvo y le espera y a todos nos aguarda.
Posado en un promontorio, contempla cómo una entidad brota del suelo a la vez que desciende del firmamento, una suerte de raíces y zarcillos que se encuentran en la mitad ecuánime del cielo creando una figura ciclópea. Una silueta mutante que se adapta, que destapa un ojo execrable con pústulas por pupilas que le sondea y lo valora. Que se ríe ofensivo sin rostros. Que se reduce para mostrarse frente a frente al desarmado soñador, cara a no cara. Intenta forzar sus brazos el hombre, dar impulso a sus piernas, pero es incapaz. Mientras la Cosa desarrolla tumores múltiples que le acarician con cariño, que se recrean recorriendo su cuerpo a medio camino entre la lujuria impuesta y la revisión médica. Que ahondan en su yo más intrínseco mientras desencadena un miedo cerval en su víctima.
Se disocia. Obliga a su onírico al retorno, dejando a la Criatura vermiforme divertida y curiosa, mirando con promesa. Regresa apresurado sin ignorar del todo sus sentidos que se desgañitan por miedo. Cuando ya está en la superficie, rozando el despertar, al fondo de esta pesadilla, en lo más profundo, escucha una voz que pide ayuda. No, no pide ayuda, se ha equivocado al oírlo, lo que canta es su regreso, el retorno triunfal del más infame y nefando.
Emerge naufrago en la misma mar donde la rueda gira. Y eleva su mirada al azul desposeído de nubes que abren paso a una cúpula estrellada desde la cual los astros envían mensajes para quien sepa leerlos. Se afana en la traducción a la que no llega, pues ese lienzo celeste pronto es quebrantado por una furia negra de vetas rojas, un planeta descontrolado que ejerce como bala de cañón llevándoselo todo por delante. Arrasando en colisión esas estrellas que lloran su fugacidad en despedida. Pone el asteroide su ojo de solo pupila en la tierra. Y acelera.
Levita Ismael para ganar altura y perspectiva, intentando encontrar una solución a ese apocalipsis, un soporte, una ayuda. Pero el mundo solo puede temblar, y observa a los humanos meter las cabezas bajo tierra en imitación de los avestruces, dejando bien a las claras que esto no va con ellos.
Mientras, ve el hombre como racimos de pólipos se desprenden del cuerpo principal que vuela hacia ellos en mitosis, miríadas de nuevos meteoritos retoños, con aliento individual y mente una, cercan el planeta para devastarlo con la rabia vengativa de años luz recorridos en sincronización cósmica. Es inevitable. Ya vienen. Teme Ismael que el final onírico tenga su eco en la realidad, y se prepara poniéndose en paz con sus culpas. Muchas.
Pero la tierra, con la naturaleza de un adalid, se defiende. Toma en préstamo cada hálito de energía de sus moradores para conseguir que gigantes broten por doquiera, de cualquier forma informe que no importa. Titanes de arena fina en las playas. Goliats de roca en las cumbres nevadas. Colosos de raíz y madera desde los bosques primigenios. Leviatanes líquidos de agua recia en las mares y océanos. Y extienden estos seres elementales sus extremidades, apéndices anormales en sus diferencias y pilares primordiales para detener el cielo.
Interrumpen esa cascada de meteoros incendiados, la sostienen sin dejar que toque el planeta, y la expulsan de vuelta al seno de su madre incontestable con una fuerza colectiva que deja a la tierra exhausta, hombres cobardes, animales, vegetación, vida inerte. Caen agotados como héroes y pusilánimes que verán un mañana.
Grandes.
Gracias.
Se deshilachan los defensores retornando a su materia prima y se derrumba igual de agotado Ismael sobre la nada sin ser capaz de identificar si lo contemplado fue antes o está por llegar.
No dura la pausa. Amanece en una suerte de barco interestelar que surca los cielos ausentándose de la esfera planetaria, abandonando la órbita terrestre. Lo examina todo boquiabierto desde una vidriera inquebrantable. Dejan atrás la luna y el sol, fugaces, viendo solo ráfagas y estelas de miembros de su sistema. Así trasvasan la vía láctea saludando astros que son manchas. Saliendo de su galaxia para enfrentarse a la inmensidad del espacio profundo. Viajando a la velocidad de la luz, que parece poco en tal vastedad infinita. Pero cuando lo hacen, cuando cruzan el velo, se equivocan, y eso le pesa al mismo Ismael, consciente de su culpabilidad, como también el resto de la tripulación con cascos y trajes brillantes que le miran y lo acusan. Contemplan juntos el acuario de colmenas galácticas que es el universo, encapsuladas en medio de una nada oscura de tegumento cartilaginoso que repta y se mueve con incontables flagelos, jugando a las canicas con esos globos de diferentes especies de vida, colocando, recolocando, colisionando. La masa amorfa. Que no es lo peor. Levanta la vista Ismael y el miedo consume su mente y colapsa sus sentidos hasta la insania. Expuestos en esa mitad del vacío cósmico, a medio camino de su galaxia y otro medio de la siguiente, una entidad superior gobierna desde la cumbre de la caja-existencia con su párpado cerrado de ominosa presencia reduciendo a pulpa la voluntad de quienes se presentan ante tal majestuosidad terrible e incognoscible. Amenaza con abrir ese Ojo ciclópeo en ambos significados. Mirarlos, uno a uno, adentrarse en ellos destruyéndolos en el proceso. Tener conciencia de su insignificancia para devastarlos justo después, cuando comparta esa misma conciencia con los atenazados pasajeros que ya se han entregado en ofrenda la cordura. Sabe Ismael que deben apremiar a la nave, introducirse en otra de esas burbujas casa para salir de la nefasta influencia del Óculo todavía cerrado. Escapar raudo. Ya no en plural, en singular, pues la tripulación de la nave se arranca los ojos y hurga en las cuencas para desconectar sus mentes, profundizan en sus oídos perforando los tímpanos, se extirpan la lengua y siguen despedazándose hasta quedar inertes consiguiendo anhelada libertad. Aterrado, Ismael toma los mandos y la nave sideral corre por el universo más allá de la luz, rompiendo barreras de sonidos y colores. Tiene suerte, el Ojo se abre un segundo tarde, Ese Ojo que es un Faro y le concede un guiño. Ismael sabe ahora que todo es finito, que el tiempo no existe, que la existencia está condenada.
Despierta Ismael azorado entre escalofríos. Ha sido intenso, descorazonador en su más perturbadora expresión. Recuerda y atesora cada visión. Las premoniciones.
Sale a la calle y al día bajando sus pulsaciones, todavía en pánico. Observa a sus congéneres obsesionados con la rutina frenética. Mira a sus pies. La tierra abre la boca, una raja agrietada y enorme que recorre toda su circunferencia, para devorarse a sí misma y darse la vuelta, dejando a la humanidad dentro, apagando toda forma de vida y civilización, mostrando sus entrañas huecas como nuevo aspecto, y esperando que allí de nuevo germine otra vida diferente para recomenzar su ciclo tras digerir la extinción.
Y nada de esto, querido Ismael, ha sido un sueño.
ESTADO DE CONFINAMIENTO por Rafa Hernández García – “Rafa H”
Al viejo profesor de la universidad de Miskanotik no le sorprendió el titular, llevaba tiempo esperando esta confirmación. Tampoco se podría decir que le afectase mucho, su movilidad ya reducida por el paso de los años, le sometía a confinamiento forzado la mayoría del tiempo. Pese a eso, la universidad siempre le había permitido seguir trabajando en sus estudios. El tener una pequeña casa apartada del mundanal ruido, y una asistente diaria, le suministraba al profesor lo que necesitaba para concluir sus estudios.
Decidió apagar el ordenador y continuar con sus estudios sobre horrores pasados. Tras sus años de investigación, ya había decidido que, pese a las evidencias presentadas por otros de sus compañeros, no había riesgo en husmear entre los textos de los antiguos, ni civilizaciones primitivas, todo ese periodo, había desaparecido en el tiempo y no había nada que indicase que se pudiera repetir.
El profesor en su juventud había estudiado lo ocurrido en Dunwich, e incluso le sorprendió alguna lectura de Innsmouth. Pero su certeza en la desaparición de esos horrores los justificaba, había realizado un estudio, más que aceptado por toda la comunidad científica, y su resultado era concluyente: El exponer a una sociedad básica y sin formación a los más horribles y deformantes relatos de mitología antigua, solo hacía que aumentar los casos de demencia e histeria colectiva y, por tanto, lo ocurrido en la región de Massachusetts a principios del siglo XX, se debía sin duda a la publicación de algún medio de aquellas viejas historias.
Se sumergió en la traducción de la documentación, obtenida de forma dudosa de la expedición de William Dyer, y sin tener la certeza de si esta era real, o una farsa adicional, tenía el cuaderno de notas de Danfort. Este le fue entregado en una bolsa hermética, aún con restos de tierra y un ligero verdor de musgo entre sus páginas. Comenzó a rebuscar la zona de los grabados a mano. Aquellas réplicas de los grabados de los antiguos, apenas contenían dudas para él, los estudios realizados durante años le habían dotado de una gran facilidad para la interpretación de la escritura primitiva.
El estudio del dibujo del bajorrelieve en cuestión, extraído del supuesto cuaderno de notas de Danfort, mostraba una imagen típica de esclavización de los shoggoth que la arcaica civilización usaba como mano de obra. Pero al avanzar en la interpretación de ese bajo relieve, encontró algo aterrador e insólito alrededor de los seres de cabeza estrellada y dicha abominación.
Aquel descubrimiento le aterró, de tal manera que sus manos comenzaron a sudar, la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor. Aquello cambiaba todo.
Intento, con mucho esfuerzo calmarse, tomó su cuaderno de notas, intento alcanzar el bolígrafo, pero comenzó a faltarle el aire, no podía respirar y el más leve movimiento de un dedo le causaba un dolor inconcebible. Su cuerpo comenzó a retorcerse entre silenciosos espasmos, de su pecho comenzó a salir un jadeo abominable, el sudor aumentaba, así como la temperatura de su cuerpo.
Tenía, debía, indicar lo que había descubierto, era completamente necesario transmitir esa interpretación. Intentó concentrarse y tranquilizarse, pero solo el intento de respirar se llevaba gran parte de esa concentración. Cada inspiración resultaba para el cómo tener encima de su pecho un aberrante peso de tamaño ciclópeo, cada espiración hundía más ese peso en su pecho.
Realizando un esfuerzo sobrehumano, consiguió alcanzar su pastillero, si tomaba su pastilla, conseguiría el tiempo suficiente para dejar las notas adecuadas sobre su descubrimiento.
Una vez con acceso al pastillero la apertura del mismo y llevarse la pastilla a la boca, supusieron un desgaste de esfuerzo considerable, el peso en su pecho se incrementó de tal manera que el tragar la pastilla fue uno de los mayores dolores sufridos en su ya larga vida.
El desgaste físico, le pasó factura, solo podía esperar a que la pastilla le realizara el efecto necesario. Alcanzo a ver una ligera mancha verde en la manga de su camisa, antes de cerrar los ojos y concentrarse en su próxima respiración.
Pese a que el dolor continuaba siendo el mismo, trato de concentrarse y analizar el descubrimiento, ya que en cuanto tuviera posibilidad, debería de transmitirlo.
En el bajo relieve se mostraba, como en tantos otros, un ritual realizado por seres de cabeza estrellada a un ser con forma cambiante, un conjunto informe de protoplasma burbujeante, pero a diferencia de todos los demás, en este los seres de cabeza estrellada portaban algún tipo de instrumento, en una danza alrededor de uno de ellos.
En todos sus estudios sobre los Antiguos, jamás había visto un artilugio semejante. Había dedicado gran parte de su vida a estudiar a estos seres…
Un dolor agudo, golpeo el pecho del profesor, el peso sobre su pecho, en lugar de reducirse se convertía en más ciclópeo.
En el bajo-relieve, parecía que los Antiguos hacían reducirse a los Shoggoth, hasta dejarlos en un estado invisible, según avanzaba el bajo-relieve, este mostraba que quizá no había sido la mejor idea, o al menos no para los Antiguos.
Intentó abrir los ojos, pero el sudor que corría hacia ellos, los inundo de manera que no pudo ver nada a través de ellos.
La reducción de sus esclavos a organismos microscópicos, les dio acceso a los antiguos a multitud de ventajas iniciales, pero como se apreciaba en el mismísimo bajo-relieve, cuando comenzó la rebelión de los Shoggoth se volvió claramente en contra.
Estos micro-organismos, atacaban a los Antiguos desde dentro, causándoles un gran dolor y llevándoles hasta la muerte.
Fue entonces cuando Profesor recordó la mancha verduzca de su camisa, en ese momento comprendió que el dolor que sufría no era producido por un ataque de ansiedad y por supuesto no se vería reducido por la pastilla.
Intentó gritar, pero el peso en su pecho durante la inspiración, le impidió realizar cualquier tipo de sonido.
El calor en aumento, facilito la pérdida total de consciencia, los jadeos se convirtieron en más abominables, si bien nada pudo escucharlos.
A su llegada, la asistenta solo pudo ver el cuerpo ya frio del profesor, sentado en su mesa con una cara de dolor indescriptible. Sobre la mesa solo se encontraba el cuaderno de notas del profesor, un antiquísimo libro de notas y un sobre hermético, con una pegatina en caracteres chinos.